Lo vi en lo profesional: la educación de los últimos años no solo ha transitado por muchas leyes, si no también por la influencia de teorías variopintas, algunas de ellas realmente curiosas. Recuerdo la irrupción del constructivismo y un libraco del psicólogo Carlos Monereo que me tuve que leer en una formación muy poco constructivista.
Poco más tarde irrumpió la educación emocional, partiendo de una premisa que es de sentido común: el niño (y cuando digo el niño digo la niña también) aprende mejor en un contexto de bienestar emocional. Es de perogrullo ¿verdad? Pues esa educación emocional alteró los planes, las programaciones y todo que lo que pilló por delante. Recuerdo a un compañero que, en una reunión sobre dicho asunto, lanzó un suspiro y luego soltó: "Voy a hacer matemáticas emocionales".
Siguieron apareciendo teorías: en los últimos años, todas ellas invariablemente avaladas por la neurociencia, que se presenta como la religión verdadera.
Algunos docentes hemos sobrevivido a ese batiburrillo de la forma más elegante posible: cogiendo un poco de aquí y un poco de allá, lo que se nos antojaba más sensato de cada corriente. El resultado es el previsible: una mezcolanza, basada más en la intuición y la observación que en cualquier doctor de Cambridge. Pero sin duda estamos en un marasmo a veces incomprensible. Al que se le ha sumado el asunto del género, con toda su constelación: el lenguaje inclusivo, la cuestión LGTBI, la prevención del acoso... Como son evidencias incontestables, las hemos sumado a nuestras programaciones. Y de paso hemos aumentado la perplejidad en las familias, que nos perciben como seres muy alejados de sus problemas reales.
A veces resulta difícil explicar lo que estamos haciendo, o elaborar un discurso sólido y creíble más allá de los lindos propósitos programáticos y de las grandes frases que tanto gustan a los legisladores.
Creo que algo así ha sucedido con la izquierda. Por lo menos en España.
Me acuerdo de cuando me quedé perplejo ante una expresión de Pablo Iglesias: "los de arriba y los de abajo", usada en sustitución de "clases social" o de, simplemente "ricos y pobres". Luego me di cuenta de que Iglesias estaba hablando en clave de teoría interseccional, esa que divide el mundo entre opresores y oprimidos. Siendo el hombre blanco heterosexual y con estudios el máximo opresor: el enemigo. Nota al margen: ¿no es acaso Pablo Iglesias un exponente diáfano del opresor?Observen la imagen que encabeza el texto. ¿Qué observan? Lo que yo observo es que el parámetro socioeconómico (ricos y pobres) no aparece por ningún lado.
Pregunté si un obrero en paro de Badajoz, licenciado en Ciencias de la Educación y hétero podía ser un opresor. Y si un empresario catalán, gay y con chalé en Matadepera puede ser un oprimido. Y resultó que si en ambos casos.
Ahí se embarulló el lenguaje de la izquierda, tal como le sucedió a la educación. Se volvió incomprensible y críptico. Dejó perplejo al votante "tradicional" de la izquierda. Un votante que se sintió traicionado muchas veces, y eso sin necesidad de recurrir al esperpéntico chalé de Galapagar. Me temo que, en su lucha por defender los derechos de las minorías, abandonaron a los suyos, y los suyos no se sintieron apelados cuando llagaban las elecciones.
Ignoro si existen datos, pero estoy seguro de que no solo ha habido trasvase de votos del PSOE al PP, si no también del PSOE a VOX: el discurso simple y emocional de VOX puede haber atraído al antiguo votante de la izquierda que lleva años sin comprender a sus representantes.
Es obvio que Pedro Sánchez ha acarreado con acusaciones que deberían dirigirse a Podemos, el máximo responsable del desbarajuste en el discurso. Es obvio que Sánchez está haciendo grandes esfuerzos por desmarcarse de su socio y regresar al lenguaje comprensible de la socialdemocracia. Y también se entiende la implosión final de Podemos, con una Yolanda Díaz muy alejada de lenguaje interseccional que impera entre los ideólogos de UP.
La izquierda dañada deberá reconstruirse con un discurso claro, capaz de dirigirse con nitidez a una España que es, mayoritariamente, partidaria de la socialdemocracia y de la igualdad. Deberá hacerlo ya sea en un nuevo gobierno o en la oposición. Yo espero que pueda seguir gobernando, claro está. Pero si no fuera así quizás no sea un desastre muy grande: cuatro años pasan muy rápido y en cuatro años un gobierno de derechas (con la muy probable participación de los ultras) tienen tiempo de sobra para demostrar su maligna estupidez ante el mundo.
Pero que no se olviden las izquierdas de regresar al lenguaje que podemos comprender y, por lo tanto, compartir.
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