Ando por la calle sin andar en mi. Miro a las gentes que andan a mi lado y me maravilla su decisión en esos andares, como si tuvieran algo de veras importante que hacer, como si no supieran nada más que sus quehaceres y sus trifulcas y sus preocupaciones, por lo general pequeñas o mezquinas. Como si no supieran lo que se nos viene encima, como si jamás hubieran oído nada sobre el cometa que en estos momentos ya navega por el Sistema Solar y se acerca, bordeando el Sol para tomar impulso, y luego entrar en nuestra órbita, que es tan nuestra como Cataluña es de los nacionalistas y España de los patriotas.
Miro a esas personas con quienes me cruzo cada mañana y me sorprende la ausencia del terror en sus rostros, como si aquí no pasara nada, como si fuera un día más y muy normal, como si el cometa no significara nada más que un puntito en el firmamento de la noche, un puntito tan inocente como el globo plateado que se le ha escapado al niño del cumpleaños en el McDonalds. Observo esas caras de apariencia impávida con detenimiento, a la búsqueda de un mohín atormentado, porqué yo se que el cometa está muy cerca y en realidad ellos también lo saben pero fingen que se comportan con normalidad, o quizás creen que el sistema aguantará hasta el último suspiro, la economía debe girar con su ritmo habitual, cobraré a final de mes y eso es lo que importa, pagaré la cuota de mi hipoteca, pillaré algo de mis inversiones en bitcoins, debo seguir con mi vida como si no pasara nada. Pero el cometa está ahí, encima de nuestras cabezas y avanza inexorable y decidido y nada podemos hacer para impedirlo. Salvo simular que no existe, que no pasa nada, que la Bolsa cotiza en positivo y Feijóo amenaza a Pedro Sánchez y Míriam Nogueras también, y las encuestas vaticinan un triunfo desmesurado de Vox y Donald Trump promete la paz y Zelensky pide más misiles y Putin sueña con el dominio de los cinco mares.
A media tarde me siento en la terraza del bar de los chinos y allí nadie piensa ni habla del cometa: los viejos juegan dómino, la camarera ayuda a sus hijos con los deberes de los churumbeles... ¿acaso no sabe que esos niños jamás se harán adultos porqué se acerca un cometa que posiblemente sea la nave extraterrestre de la invasión y el exterminio? En la pantalla de mi telefonillo veo que se ha programado un concierto de Johann Sebastian Bach para diciembre y alguien está comprando entradas. ¡En diciembre ya no habrá auditorios ni violoncelos y Bach estará atrapado en el olvido eterno! ¿Es que acaso la codicia infinita de los programadores de conciertos soslaya la llegada del cometa invasor? Y más desconcertante todavía: un inversor acaba de comprar el solar al final de mi calle para levantar un edificio de apartamentos turísticos. ¿Acaso quiere alquilar apartamentos a los alienígenas que se están acercando?
Camino hacia el trabajo pensando en que debería dar media vuelta, obrar en consecuencia y hacer alguna de esas cosas que siempre quise hacer y no hice, porqué ya solo quedan unos días antes del fin. Cuando paso por delante de la enorme cristalera de una oficina del Banco de Sabadell descubro mis terroríficas ojeras, testimonio de todas esas noche que llevo sin dormir, con los ojos quemados oteando el firmamento o las pantallas, atento a cada nueva información sobre el cometa. Pienso en todo eso y sin embargo no hago nada y prosigo hacia el trabajo porqué temo hacer el ridículo o comportarme como aquéllos profetas locos que vociferaban el fin de los tiempos por las calles entre el pueblo indiferente, esas hormiguitas sordociegas y asalariadas.
En las noticias veo que el desdichado Puigdemont medita una moción de censura o algo así para recuperar algo de presencia y de notoriedad, esa codicia del poder tan común entre los políticos mediocres que envejecen al borde de la nada mirando al precipicio como yo miro los cielos, ese cielo que se convertirá en fuego y nos arrasará dentro de nada, y luego sigo hacia el trabajo, decidido a ser otra hormiguita seria y correcta y cívica.
Por la tarde del día en que decido hacer como los demás y simular que aquí no pasa nada, también decido proclamar un gesto de rebeldía y me compro un helado aunque hayan caído las temperaturas y me lo zampo por la calle, a la vista de todo el mundo. Y luego, ya en casa, decido no mirar más noticias sobre el cometa, tomarme un orfidal y confiar en que algún resorte impensado de la socialdemocracia europea nos librará del mal cometa y las huestes invasoras. Por fin me duermo.

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