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1 DE OCTUBRE, EFEMÉRIDE DE LA TRAGEDIA


Hemos llegado al 1 de octubre de 2025. 8 años del referéndum y de la república de los 8 segundos, 8 años de la cúspide de eso que se llama "procés", quizás para homenajear a "El proceso" de Kafka y que, a día de hoy, sabemos que fue un sarpullido nacionalista y derechón que supo disfrazarse de cosa espontánea y popular, democrática y divertida, y a cuya promoción inmisericorde se entregaron los medios catalanes, tanto los públicos como los privados. Salvando honorosas excepciones, parecía que la prensa lo tenía claro y TV3, clarísimo: lo que mola, lo que toca y lo más guay es ser independentista.

Es muy posible que, los mismos medios que fueron entusiastas del independentismo ocho años atrás, hoy soslayen la efeméride, la disimulen un poco, la trasvistan de objeto extraño que ha cruzado los cielos al atardecer o lo pinten de suceso antropológico, como si en la plaza mayor de Vic alguien se hubiese arrancado a bailar una sardana fuera de programa. También es posible que se entreguen a la nostalgia, al bello elogio de lo que pudo haber sido y no fue, como el cincuentón que lamenta, solo en su pisito de soltero empedernido, haber abandonado a aquella chica tan guapa que ahora ya debe ser una mujer casada con tres hijos, barriga y canas, y quizás funcionaria de Correos. El tiempo no pasa en balde, y las urnas de plástico chino que tantas heroicidades promovieron se están descomponiendo en algún garaje de la comarca de l'Osona o del Ripollès o en Sant Cugat, en muchos vertederos legales o ilegales o incluso en el fondo de mar, en proceso de convertirse en microplásticos. El proceso de convertirse en microplásticos tóxicos, he ahí un proceso lento e irrversible, ese sí.

Sin embargo, ni el tiempo ni la nostalgia ni las risas y las chanzas que nos provocan ahora el recuerdo de aquel fracaso estrepitoso y lamentable del 1 de octubre y las fechas siguientes (o precedentes) no me permiten olvidar lo que sucedió entonces, cuando despertaron al monstruo que se paseó por las calles, de día y de noche, y de noche con antorchas y señalando a los vecinos charnegos o castellanohablantes o botiflers, al monstruo que prometía deportaciones y castigos, a la bestia que insultaba a la anciana que se vino de Murcia, de Jaén, de Albacete, de Orense, de Huelva, a la que trataron de colona y de agente de un genocidio cultural por no haber aprendido catalán entre trabajos mal pagados, explotación familiar y partos. Quizás no fue mala idea estampar la frase "ni oblit ni perdó" (ni olvido ni perdón): quizás eso es lo que pienso ahora, todavía: ya no me fío de ese sentimiento catalanista teóricamente inocente y folklórico, porqué sé lo que se oculta bajo su disfraz, esa mala baba sanguinaria y carlista que lleva bajo la faja del casteller, bajo la barretina del trabucaire, detrás de la aparente actitud defensiva de quien dice defender la lengua catalana y sus esencias.

Hoy, los rescoldos del procés están en manos de una señora de Ripoll que se dispone a asaltar los cielos de Guifré el Pil·lós luchando contra los infieles del turbante y el alfanje, y de algún modo, aunque sea residual y anécdotico, en el partido del pobre Puigdemont, luchando contra el viento y la marea del olvido y la insignificancia que les espera a la vuelta de la próxima esquina. Esos herederos del procés han encontrado nuevas víctimas y nuevas guerras santas, y han ido a recoger las viejas ideas de principios del siglo anterior: nuestra esencia cultural y lingüística está en peligro y debemos echarles del paisito que nos fue dado por derecho divino. Las nuevas obligaciones morales han abandonado el idealismo democrático y el bienestar de la mayoría para caer en la nostalgia del barro medieval en la defensa a ultranza de privilegios convertido en derechos indudables. Cataluña retrocedió doscientos años en unos pocos y ahora le sigue España y media Europa, y medio mundo. Si eso es así, cabría esperar que dentro de ocho años nos vamos a reír de Orban y de Trump y de Abascal y de Farage, de Orriols y del resto de fantoches. Pero eso quizás no está demasiado claro ni se ve posible incluso bajo grandes dosis de optimismo o de opiáceos.

Tras el procés Cataluña se quedó aturullada y perpleja, ensimismada, incapaz de sobreponerse ante el descubrimiento de que casi la mitad de sus habitantes habían tomado el camino de las banderas y las antorchas y deseaban el sometimiento cuando no la desaparición de la otra mitad de su ciudadanía. Les dirán que no hay para tanto pero lo cierto es que sí hay para tanto, porqué eso es lo que sucedió. La nostalgia del procés no es la nostalgia de las urnas de plástico chino ni del pelucón de Puigdemont ni de cuando Rufián era uno de los nuestros ni de las patochadas de Quim Torra: es la nostalgia de cuando nos creímos los mejores y los que tenían derecho a decidir quién era catalán y quien no lo era, quién merecía vivir en Cataluña y quien no, qué medio de comunicación se llevaba una subvención y quien se jodía, quién merecía un cargo y quién el oprobio, quién la gloria y quién el ostracismo. Eso fue el procés, exactamente eso. Y su sombra corretea por los rincones oscuros, agazapada a veces y otras más osada, o vestida de discreta tecnócrata defensora del pago de impuestos a las arcas regionales, o de policía muy profesional que vigila fronteras y expulsa a los malos inmigrantes, o de maestro que se cuida de que en patio las niñas y los niños jueguen en catalán. Vigilar y castigar, como cuando un heladero de barrio no te atiende en catalán y debe ser escarmentado severamente.

El procés se terminó y todo el mundo conviene en que hizo el ridículo. Pero hay que pensar en todo lo que perdimos en el fuego, en todo lo que se quemó y tardaremos varias generaciones en recuperar, si es que lo recuperamos. Quizás deberíamos dar las gracias a que los independentistas catalanes se precipitaran y lo hicieran 8 años atrás: a día de hoy, en plena ola nacionalista mundial, sus propósitos excluyentes quizás habrían triunfado y yo mismo estaría escribiendo algo parecido a esto, exiliado, des de Murcia o des de Jaén, o en un campo de refugiados para malos catalanes en los Monegros.



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