Soy un seguidor incondicional del cine de David Lynch desde que vi una cinta suya por primera vez. Puede que fuera Blue Velvet o Eraserhead, ya no lo recuerdo. En sus películas, raras como un sueño inolvidable, están los monstruos que anidan en nuestras noches y en nuestras vísceras. Lynch les pone rostro y voz, les lleva des de la profundidades oscuras hasta el mundo tangible.
Hoy he visto a uno de mis monstruos pasearse por la pantalla. Es un hombre grande, casi desproporcionado, de nombre vasco y aficionado a romper mojones enormes con un par de hachazos. Es un ser que bordea lo irreal y que en ese borde advierte de que no es real del todo, que nosotros solo vemos una imagen borrosa que nuestro subconsciente rellena y le pone bordes definidos, nombre y timbre de voz. Y su voz es meliflua y a la vez áspera, pero es una voz que resuena como si fuese antigua y vagamente reconocible.
Koldo no existe pero existe, hace las dos cosas a la vez, como en una pesadilla de esas chungas, las pesadillas de la siesta tras haber comido y bebido demasiado. Koldo tiene algo de tragedia y de mitología antigua, un gigantón del norte putero y sibilino, un ser raro y temible al que nadie osa enfrentarse y todos le dejan pasearse por los límites del jardín, algo más allá del seto y los rosales, poderoso y ridículo a la vez, abyecto y respetable, inevitable.
Cuando hace poco leí que habían entrado a robar en la casa de la madre de Koldo caí en la cuenta de que Koldo tuvo una madre, una señora que debe ser una anciana. Una anciana que recuerda cuando Koldo era un bebé pequeñito y frágil y hambriento agarrado a la teta como cualquier bebé. Y entonces caí en la cuenta: ¿qué debe pensar la madre de Koldo cuando sabe que ese niñito que acunó es hoy un tipo zafio y rijoso que trata a las mujeres como mercancías y baratijas a precio de saldo? Me acordé entonces de un cuento corto de Máximo Gorki, "La madre del monstruo", que leí cuando tenía apenas 13 o 14 años. Me pregunté, entonces, como debía ser ese monstruo que su madre todavía amaba y protegía y que Gorki no describe nunca, para que cada lector se lo componga a su medida. ¿Era como Koldo?, me pregunto ahora, casi 50 años más tarde.
Hay un monstruo más pequeño o más grandote en cada uno, un monstruo como una basurilla fea en el poso del alma, y mucho más habitual en el hombre que en la mujer, por efecto de una larga tradición. Se puede llamar Koldo en nuestros días y Guy de Maupassant lo llamó el Horla, un ser maligno y prodigioso. Los indios mohicanos lo llamaban Wendigo y era una especie de impulso caníbal, algo que destruye y se come lo que tiene a su alrededor.
Aunque las imágenes del telediario me muestran a un Koldo pretendidamente real y vestido de traje azul marino, algo dentro de mi me dice que Koldo es solo un nombre más de ese bicho perverso que está por ahí, por dentro, que calcula el precio que puede tener una mujer y, si puede, la compra por un rato y luego se la pasa al colega del partido para que pase un buen rato y disfrute de esa ensoñación del poder sobre los hombres y las mujeres, ese instante en el que puedes sentirte faraón, relleno de testosterona y buenos contactos, encima de la pirámide, en la cúspide del sueño de una noche de verano.
El anillo de Giges.
ResponderEliminarIntuir que llevamos un Koldo dentro y no hemos tenido la oportunidad de demostrarlo.
No apuesto nada por el ser humano
Un abrazo
No sé si con esas señoras se puede disfrutar, nunca he creído en el falso amor de un instante pagado. Lo entiendo como una demostración de poder, de falso poder porque aquí lo ves ahora, con la cabeza baja.
ResponderEliminarUn hermoso escrito
Me quedo con los monstruos de celuloide, con Boris Karloff y Bela Lugosi. Dan menos miedo que todos estos sinvergüenzas.
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