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EL ASPIRANTE A MASÓN (REPORTAJE)


El aspirante pretende ser aceptado en una Logia. Solicita su admisión y es entrevistado por tres masones en días y lugares distintos, y responde a un cuestionario sobre sus ideas políticas y sociales. En el cuestionario se le pregunta por su opinión ante asuntos tan diversos como la pena de muerte o el orden económico, la obligación de pagar impuestos, el feminismo. Más tarde recibe una llamada en la que se le comunica que ha sido aceptado, y es convocado al ritual de Iniciación. Deberá anticipar 400 euros por los gastos de la ceremonia.

En el día señalado acude al lugar de la cita. Hace frío. La llovizna le obliga a limpiarse las gafas. El aspirante se ha vestido tal como le han indicado: ropa negra, que significa pantalón negro y americana negra. Puedes llevar alguna pieza blanca. La camisa, por ejemplo. La americana que se ha comprado, en el outlet de Mango, es demasiado ligera para el frío de hoy, así que se ha puesto un anorak encima de ella. Dos días atrás se ha recortado la barba. 

Al aspirante quizás no le sorprenda descubrir que el lugar de la cita es un edificio céntrico, vulgar y anodino, un edificio de varios pisos como tantos miles de otros edificios de la villa, sin signos ostentosos ni señas de identidad peculiares.

Sube por unas escaleras estrechas. Huele a sofrito. En el primer rellano se encuentra una puerta entornada. La empuja. Detrás de ella hay un recibidor convencional, como el de cualquier vecino. Y un hombre alto, joven. Traje negro, quizás hecho a medida. Con pocas palabras le conduce hasta una salita. El joven le pide que deposite los objetos metálicos encima de la mesa, y en especial el teléfono móvil. El aspirante obedece. Pide quedarse con el reloj, aún sin saber muy bien porqué pide esa disculpa, que le es concedida. Una vez despojado de metales, el aspirante cuelga su anorak en un perchero. Cree que las mangas de la americana le van demasiado largas. 

El joven le conduce hasta una puerta estrecha. Tras ella, un cuarto oscuro, de dimensiones reducidas. El aspirante calcula que debe medir tres metros de fondo por uno y medio de ancho. El joven se dirige hasta el fondo y enciende una vela con una cerilla de madera. Las paredes aparecen a la luz tenue de la llamita. Están pintadas de forma burda, simulando unos ladrillos marrón chocolate. Como el decorado de una obrita infantil. En el fondo hay una mesita y una silla. Encima de la mesa hay un cuaderno, en cuya primera página el aspirante distingue la foto de una calavera con dos húmeros cruzados debajo de ella. El aspirante piensa en las banderas de los barcos piratas, en "La isla del tesoro" que leyó cuando era adolescente.

El joven con la voz seria e impostada, le cuenta: Ahora estarás unos 30 o 40 minutos solo, meditando. Deberás escribir tu testamento filosófico aquí (aparte del cuaderno hay dos hojas grapadas). 

Una vez solo, el aspirante se sienta y oberva lo que tiene ante sí. De derecha a izquierda: hay una calavera de plástico, de unos veinte centímetros de perímetro: ridícula. La habrán comprado en un bazar chino. Plástico gris, no debe pesar más de 20 gramos. A su lado una botellita con una etiqueta: azufre. Luego otra botellita: sal. Y una ampollita minúscula con unas gotas de mercurio. Luego la vela. Luego un vaso de agua y por fin una barrita de pan. No está mal pensado para quedarse un rato a meditar. El aspirante palpa el pan. Es de verdad y no un émulo de plástico como esa calavera, y esa verdad le reconforta.

El aspirante se dispone a escribir el testamento filosófico. Cuenta vaguedades sobre los principios republicanos y los derechos humanos. Luego cae en la cuenta de que en la pared hay dos fotografías plastificadas. Una de ellas es la más intrigante: se puede ver una cámara muy parecida a la cámara en la que se encuentra, pero es mucho más temible. Tiene aspecto de celda medieval: las paredes son de piedras y debe ser bastante mças estrecha, no como esa simulación pueril. La calavera encima de la mesa parece tremendamente real. El aspirante piensa no solo en las celdas antiguas o la del Conde de Montecristo: también piensa en los zulos en donde ETA encarcelaba a sus secuestrados. Le entra un escalofrío. Más aún cuando lee un cartel plastificado: "Nosce Te Ipsum", una calavera de nuevo. Y luego varias advertencias, aunque con algunas faltas de ortografía como para quietarle dramatismo: si vienes por curiosidad, vete. El aspirante sospecha que le han pillado. Ha venido por curiosidad. En su mente improvisa la argumentación: no es lo mismo la curiosidad del chafardero o del cotilla que la curiosidad intelectual, se murmura para sus adentros. Busca disculpas. Uno lee a Nietszche por curiosidad intelectual, no por cotilleo, ¿no es cierto? La curiosidad es el motor del conocimiento, se añade. Y luego recuerda que la curiosidad mató al gato. “Curiosity kills the Cat” era el nombre de un grupo inglés de los noventa, música marginal. De la misma época le gustaban más los Thindersticks, por decir algo. Y tararea “Another Night in”. Luego abre el cuaderno, en donde se resume con brevedad que es la masonería y cuales son las obligaciones y los grados del masón. En la penúltima página se detallan las cuotas pecuniarias que deberá aportar. Luego están las causas por la que podría ser expulsado de la Logia. En lenguaje masón, siempre metafórico, no se habla de expulsión sinó de "irradiación". No está mal visto, se dice el aspirante, aunque la irradiación no es una imagen clara y parece algo del siglo XIX. Quizás los alemanes de bien quisieron irradiar a los judíos en un primer instante. Es un pensamiento inapropiado, se corrige enseguida. Nada más lejos de la masonería que el nazismo, perdón. De veras que no quise pensar eso, de veras de veras de veras.

El aspirante se siente incómodo y a la vez piensa que este sentimiento de incomodidad es deliberado, que forma parte de las pruebas por las que le hacen transitar, y entonces piensa que debe ser capaz de superar este ánimo. Por fin abren la puerta y le invitan a pasar a un salón. Ha transcurrido una hora y media. Antes de entra le cubren los ojos con dos vendas, una encima de la otra. Alguien le lleva de la mano. Es una mujer, sin duda: siente el leve contacto de un pecho femenino pegado a su lado derecho. Escucha una serie de frases pronunciadas con una teatralidad impostada y poca convicción. Se nombran tres pruebas y se da cuenta de que el número tres se irá reptitiendo. La prueba del agua consiste en ser rociado por un pulverizador que se imagina comprado en el bazar chino de la esquina. La del fuego le somete la palma de la mano a la llamita de un mechero, pero a tanta distancia que solo percibe un ligero calor y de nuevo todo le parece cómico, un teatrillo amateur.

Tras algunas maniobras, y tras tropezarse otra vez con lo que deben ser pies de masones que están sentados contemplándole, le libran de las vendas al tiempo que una voz le advierte:
-Tu peor enemigo está detrás de ti.

El aspirante abre los ojos y contempla la estancia en penumbra, en la que un grupo de personas le apunta a la nariz con unas espadas. Luego se da cuenta de que alguien le ha puesto un espejito en el cogote y, cuando de da la vuelta, descubre su rostro en el espejo. Demasiado facilón, piensa el aspirante, la coreografía le parece banal y anticuada, decimonónica y trasnochada.

Lo que sigue luego lo recuerda con dificultad. Le sientan, escucha unos protocolos. Ve como alguien quema su testamento filosófico y se pregunta qué sentido tiene quemarlo y, peor aún haberlo escrito. Las llamas tardan un poco en reducir a cenizas el papel que tardó una hora en escribir. Creo que se trata de aprender a ser humilde, se dice a si mismo, al tiempo que todo le parece risible. Sea como sea, ya no es un aspirante. Ahora es un aprendiz.

El oficiante que ha quemado su testamento recoge las cenizas y la vierte en un sobre de papel que luego le entrega. También le dan una rosa roja. El aprendiz se siente un poco torpe e incómodo con esos presentes y decide guardarse el sobre con las cenizas en el bolsillo de la americana. Deposita la rosa en la silla vacía a su lado.

Tras la ceremonia le llevan a un comedor. Allí está todo el mundo ante platos y bandejas repletas de comida. Hay botellas de vino y de agua repartidas por las mesas. Le sientan en la mesa presidencial al tiempo que le advierten de que hoy preside y está invitado por ser el día de su iniciación, pero que en las próximas reuniones ya no presidirá y deberá costear el ágape con una aportación de 15 euros. Estás avisado. La cena transcurre entre comentarios banales, como en cualquier club de cualquier otra comunidad. Podrían ser cristianos tras una misa, ciclistas tras una competición, excursionistas después de culminar una cima o afiliados a un partido político que se han citado para escuchar a su líder.

El aprendiz, que es fumador, sale al balcón a encenderse un pitillo. Allí hay otros miembros que también fuman. Alguno de ellos le dice algunas palabras de ánimo más bien protocolarias y consabidas, la mayoría le soslayan. La calle está desierta. Hay una neblina imprecisa bajo un cielo amarillento. Hace frío. En un rincón, una mujer de edad provecta y un hombre joven discuten con discreción pero resulta obvio que hay un desencuentro profundo. La mujer explica que está cansada de sus responsabilidades en la Logia, que tiene una vida complicada con una madre muy mayor y otros quehaceres. El hombre joven está incómodo y la emplaza a tranquilizarse y a hablarlo más adelante. La mujer termina la conversación con disgusto y se vuelve para adentro.

Cuando la cena está llegando a su fin, un miembro de alto grado le pide al aprendiz que le lleve a Barcelona. Durante el viaje, el aprendiz descubre que su pasajero es un abogado acaudalado, con clientes en la alta sociedad catalana. Vive en el barrio de Pedralbes. Cuando están llegando a su destino, una lucecita advierte de que se está quedando sin gasolina. El abogado lo ve y se lo corrobora. Pasan ante una gasolinera y el abogado le dice al aprendiz que luego, tras haberle dejado ante su casa, más le valdría repostar. Un buen consejo, sin duda. El aprendiz piensa, durante un segundo, que el señor acaudalado soltará algún billete para contribuir a la gasolina. Pero eso no sucede. Quizás sea una prueba más.


Unos días más tarde, tras meditarlo, el aprendiz decide renunciar a ser masón y se da de baja de la organización. Lo primero que le comunican es que no tiene derecho a recuperar los 400 euros invertidos, tal como se establece en la normativa.

Comentarios

  1. Qué interesante,nunca he asistido a una ceremonia de aspirante a masón. Como simbología me ha gustado la barra de a cuarto de pan
    Saludos

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