Les advierto aquí, en el principio: este texto va de literatura y de un escritor búlgaro. Gueorgui Gospodínov, de quien he leído dos novelas. Leí la fascinante y apabullante "Las tempestálidas" (Editorial Fulgencio Pimentel, 2022) en el verano muy tórrido de 2023 y ahora estoy con "El jardinero y la muerte" (Impedimenta, 2025). Si la primera tiene más de 400 páginas, la segunda solo algo más de 200 y se puede leer en unas pocas tardes, mientras el sol amaina.
"El jardinero y la muerte" trata de un descenso inexorable y no tiene nada de ficción, y todo me ha resultado reconocible, cercano, real. El autor narra los últimos días de vida de su padre, mientras le acompaña en este último viaje hacia la nada. El padre tiene un cáncer con metástasis masiva, tal como le sucedió al mío y eso es lo que reconozco en cada párrafo, escrito con una sencillez, veracidad y empatía que ponen los pelos de punta. Las reflexiones no son alardes de sintaxis ni contienen metáforas agudas ni hay artificio literario. Gospodínov es crudo sin ser cruel, solo narra el día a día (a veces, la hora a hora) del hombre que se muere a su lado, ese hombre que fue el padre admirado y fuerte, ahora enclenque y frágil como una muñequita de cristal cayéndose hacia el suelo, girando en el aire.
Aunque la lectura pudo ser rápida por la facilidad y la brevedad de esos capítulos exíguos, en realidad no lo ha sido. En muchos de ellos mi mente se iba hacia los recuerdos, quizás distorsionados, de aquéllos últimos días de mi padre, cuando todo se desvanecía a su alrededor y el mundo tomaba un tono traslúcido en el que todo lo que creímos importante importaba muy poco y yo descubría, atolondrado, la realidad que se manifiesta cuando la realidad desaparece y revela el orden secreto de las cosas, se levanta el velo y nos encontramos ante la oscuridad. La luz es un fenómeno pequeñísimo en el universo, el rebote de los fotones en la delgada atmósfera de la Tierra y lo demás está sumido en la negrura.
Quizás haya algo más que oscuridad, por supuesto. En estos momentos tan especiales, cuando la vida y la muerte se encuentran cara a cara y a pocos centímetros, uno cree percibir que solo es importante que nos tratemos bien los unos a los otros y, si hubiera un juicio final al término de la vida, la única pregunta relevante sería ¿has tratado bien a los demás?. La respuesta no es nada fácil, o quizás lo sea demasiado, o quizás sea ambigua y nos pase como al Mefistófeles de Goethe, que hizo el bien cuando quería hacer el mal o quizás haya sido exactamente del revés, como suele suceder.
Asistir a los últimos días de alguien es un regalo que nos presenta la vida cuando la vida se porta bien y nos permite crecer. Entonces nos damos cuenta de que quizás vivimos pendientes de estupideces y banalidades, y las corruptelas despreciables de políticos indignos y luchas por el poder que, en realidad, tiene un interés muy escaso y no van más allá de anécdotas sobre la codicia. La codicia debe ser nuestro principal defecto y el peor de los pecados capitales, y contra la codicia no hay programas educativos ni la religión ha conseguido gran cosa: incluso los obispos ansían tener buenas posesiones, palacios y ricas vestiduras, y desplazarse en buenos coches. Incluso el sindicalista cree que se merece más dinero, pero ninguno de los dos resistirá la pregunta ¿has tratado bien a los demás?
Buena pregunta. Hay que intentarlo, al menos hay que intentarlo, que a veces cuesta, poner la otra mejilla
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