Una mañana me fui a pasear por los escenarios de "Autobús 47", esa película que durante una semanas ha ocupado las carteleras. Los comentarios de la película son muy diversos. El sector nacionalista catalán la ha repudiado (en esta película los catalanes somos los malos, los españoles los buenos) y una parte del sector unionista la ha vilipendiado por ser demasiado tibia, sentimentaloide o algo así. El sindicalismo ha lamentado que se presente al conductor del autobús como a un héroe solitario y explican: la gesta de Manolo Vital (el protagonista, interpretado por Eduard Fernández) respondía a una estrategia colectiva, no es correcto que aparezca como lo hace.
La verdad es esta: las películas basadas en "hechos reales" suelen ser poco interesantes. La realidad estricta nos aburre. Juan Marsé decía que odiaba las pelis basadas en hechos reales, pero la verdad es que todas sus novelas están basadas, de algún modo u otro, en hechos reales. Ni tan solo el Señor de los Anillos es fantasía estricta.
Me fui a ver los escenarios, y di con ese barrio en la periferia más periférica de Barcelona, el lugar en donde la ciudad se termina y le cede el puesto a la vegetación empobrecida que la rodea. Ahora llegan los autobuses e incluso hay una estación del metro cercana, pero algo me dice que no es fácil vivir aquí, y que un aire de favela todavía vive en ese barrio sometido al viento, a una intemperie poco socialdemócrata.
Observo las banderas españolas que ondean, observo a esa anciana que observa el horizonte nublado. Algo está incompleto, algo no salió bien del todo. No hay ninguna bandera catalana, y muchos menos ninguna estrellada. No muy lejos de allí, una pintada proclama: "Mori el nacionalisme, visca l'internacionalisme proletari". La pintada parece reciente. Quizás fue una excursión de los jóvenes cachorros de Arran, esos chicos aguerridos siempre dispuestos a sus eslóganes tiernamente vintage, ligeramente demodés, hijos de buena familia con ínfulas trotskistas en la sobremesa de crema catalana y Aromas de Montserrat en la veranda del chalecito de Matadepera.
En Torre Baró la tarde es triste y sin embargo parece un barrio mucho más vivo que cualquier lugar del Eixample, de donde la vida real se fugó hace varias décadas. La vida se fue hacia la periferia y el centro está difunto, ensombrecido y triste ante los escaparates de cosas caras por donde transitan turistas zombificados. En Torre Baró la vida late, difícil y sanguínea, burbujeante.
La vida de verdad siempre está en la frontera y en la realidad.
Cierto, cierto, la vida de verdad siempre está en la frontera y en la realidad, pero la real hay que vivirla.
ResponderEliminarYo he pateado infinitas veces ese barrio, siempre con la moto, claro, a pie me hubiera sido imposible. Aún hay quien se está haciendo la casa, ladrillo a ladrillo y vive de cara al aire de la Tramuntana porque allí sopla de lo lindo.
Lo curioso es que nadie se sienta de la tierra, creo que son desarraigados, no sé, pero lo intuyo.
Quizás aquel barrio sea de lo único poco auténtico que quede en Barcelona, hoy poblada de franquicias y turistas de jornada.
Un abrazo