Llego tan cansado al viernes que me reclino y enciendo el televisor. Me pilla la entrega de premios en Asturias, con la familia real al completo. Estoy tan cansado que me da pereza darle al botón de cambio de canal y así pues me trago todo el acto.
Recuerdo cuando mi padre, conservador y republicano, vaticinaba en 1978 que Juan Carlos sería conocido como Juan Carlos el Breve. Era un chascarrillo frecuente en aquellos años. Se equivocó. No solo Juan Carlos duró mucho, si no que se salvó en el último instante cediéndole la corona a su hijo. Y aquí tenemos al hijo, que de momento sigue con ese extraño dispositivo medieval que es la monarquía, tan difícil de comprender a día de hoy.
Entre los premiados está la actriz Meryl Streep, que demuestra en pocos minutos lo que es ser una actriz: resulta imposible saber si su emoción es verdadera o actuada, pero la transmite con una facilidad pasmosa. Por eso resulta muy raro escuchar luego al monarca, imposible de creer. Hierático y frío, se diría que lee por primera vez el discurso que alguien le escribió, y por eso se tropieza de vez en cuando, y cuando pretende un guiño íntimo, hablando de su mujer y de su hija, resulta todavía más impostado. Un rey hablando de la pobreza y de los problemas del mundo, de bacterias que ignora y de novelas que no ha leído. Podía haber aprovechado la proximidad de la señora Streep y haberle pedido unos consejos sobre interpretación. Observo sus gestos (o la ausencia de ellos), una incomodidad que asoma bajo capas de protocolo.
Si no lo recuerdo mal, Felipe tuvo un noviazgo con una señora noruega: quizás se le pegó algo de la frialdad nórdica. Ser rey en España significa recordar la tambaleante historia de los Borbones en los siglos XIX y XX. La frialdad de Felipe, sin embargo, podría ser genuinamente española. Quizás es esa la incomodidad de Felipe, la duda persistente, la sospecha: ¿quiénes me aplauden y me lisonjean podrían conspirar contra mi? ¿Terminaré en Dubai? ¿En Estoril? Los problemas de un rey en España. Su esposa se pasea con vestidos de Coronel Tapioca por algunos países pobres.
Felipe presenta a su hija (¿Leonor, se llama?), augurándole su futuro reinado. Como en alguna tragedia de Shakespeare sobre reyes y príncipes, Felipe mira a su hija y finge algo, pero todo el mundo sabe que a Felipe le gustaría que ella no reinase nunca: a todos los ricos les tienta la inmortalidad que pronto venderá alguna clínica lejana, oculta bajo muchos metros de hormigón. Veo a la chica princesa y me acuerdo de mi padre. ¿Será Leonor, la Borbona Breve? Hay princesas de cuento, pero es muy raro contemplar a una princesa digamos que de veras en la época de Tik Tok. Hay que reconocer que la chica es muy Borbón: la voz, la nariz... la veo ecuestre en un cuadro de Goya, con un perrito brincando entre las patas del caballo. El perrito brinca de veras, será un vídeo en Instagram -me digo.
Una princesa rubia en el país de las mujeres morenas. En Matadepera hay más rubias que en Ca n'Anglada, me susurra una voz tras el cristal. Otra voz me dice: para mi el rey sigue siendo Juan Rulfo.
Llegamos al fin del acto en Oviedo y descubro que el rey lleva una mano vendada. Será una tendinitis, posiblemente debida a darle demasiado al ratón de su Apple. Quizás se pasa la noche en vela tecleando su nombre para ver si alguien habla mal de su Majestad, o si la unidad de España está en peligro y cosas así: los problemas de un rey en España. De Juan carlos se sabían todas sus debilidades, o casi todas: sus safaris rocambolescos, sus caídas de madrugada, sus aventuras eróticas. De Felipe solo se sabe que es muy serio y muy formal. Entonces recuerdo a Amadeo de Saboya, el rey más literario que tuvimos, el más poético. Un tipo elegante y atormentado que intentó comprender a España y no lo consiguió y que largó por donde había venido, y sobre el cual abundaban las bromitas por ser maricón e intelectual.
Ignoro donde pasará la noche asturiana Felipe. Me lo imagino después de la ducha, envuelto en su albornoz real, que es real pero irreal, con un bordado en oro en donde se ve una corona encima de sus iniciales, como en una etiqueta de vino caro o de colegio muy privado. Más tarde, cuando se despoja del albornoz, contempla ese bordado y se pregunta, como un miserable Segismundo, si no será que todo ha sido un sueño muy raro y se despierta y vuelve a ser un asturiano de profesión transportista, en un camión cargado de manzanas para hacer sidra y entonces recuerda por fin, aliviado, cuales eran sus problemas. Un sueldo de mierda, la amenaza del despido, el hijo que lo suspende todo, la mujer depresiva.
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