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Un hombrecito catalán

El hombrecito patalea un rato intentando no hacer ruido. Patalea para calentarse los pies. Patalea encima de una baldosa gélida. Las normas de la ventilación obligan a abrir las ventanas durante 20 minutos cada hora. En el noticioso de la mañana advirtieron de la llegada de un aire siberiano. De modo que el hombrecito, precavido, se calzó unos calcetines de lana que tenía guardados en el fondo del armario. Están viejitos, los pobres calcetines, y se insinúa un tomate en el talón y otro en el dedo gordo. Luego enfundó sus pies en las botas buenas, las de piel. Se las compró con la última paga extra, hace tres años.

El hombrecito pasa un dedo por debajo de la nariz y recoge una gota de moquillo helado. Hay que ver lo rápido que se enfría un fluido corporal. Quizás el cuerpo está helado. Patalea de nuevo. Luego se acerca al radiador de hierro colado. Un radiador de los tiempos del antiguo Caudillo. Está frío. Entonces recuerda que las autoridades decretaron que la calefacción se prendería durante un par de los horas, de cinco a siete de la tarde. Son las tres. Faltan dos. Al hombrecito se le ocurre escribir una carta de queja a la autoridad, pero enseguida abandona el proyecto. Teme que, por escribir una misiva como esa, le manden un par de años a Kolimá. Kolimá como metáfora, se sonríe. No se debe perder el humor ni la metáfora.

El hombrecito hurga en su zurrón. Creía haber guardado un pedazo de bocadillo, pero ahí no está. Solo hay una libreta, un bolígrafo, la gamuza de un palmo cuadrado para limpiarse los lentes y algo de tabaco para liar. Y luego se consuela: aunque el comer le dé una sensación de paz al espíritu, no se debe olvidar que la digestión consume muchas calorías y, probablemente, esas calorías perdidas le enfríen un poco más los pinreles. Llegado a este punto, incluso celebra haber perdido el pedazo de pan.

Luego el hombrecito se levanta y empieza a recorrer el perímetro de la estancia. Cuenta los pasos. Ocho arriba, luego cinco a la izquierda, ocho abajo, cinco a la izquierda de nuevo. 26 pasos en total. Cada cuatro vueltas, ciento y pico de pasos. No está nada mal. Cada diez vueltas habrá caminado un quilómetro, como un tipo secuestrado por ETA y metido en un zulo. Es bueno hacer ejercicio. El ejercicio calienta un poco el cuerpo y aclara la mente. Hay que mantenerse en forma. Quieto y frío uno empieza a emular a un cadáver, y eso no es una buena idea: tras unas horas que quietud y de frío a uno le da por pensar en las ideas más oscuras de Schopenhauer. Bueno, eso solo pasa si uno ha leído previamente a Schopenhauer, pero por desgracia es así: el hombrecito leyó al pensador alemán.

El hombrecito pega su nariz a la ventana. Observa como ese sol blanco y pequeño se esconde por detrás de un bloque de pisos. Arrima una silla al lado de la ventana, se sube a ella y cierra los ojos para gozar con más intensidad de los rayos del astro rey. ¡Qué grandes son los placeres diminutos! se dice a sí mismo, y recuerda que una vez le dijo algo así a una mujer, hace mucho tiempo y en un lugar lejano. Se le aparecen unas flores de cerezo en la memoria, una flores medio blancas y medio rosadas, depende de cómo les dé el sol. Quizás es una foto del Japón, un lugar que solo ha visto en el cine.

Cuando por fin se oculta el sol, un aullido de viento helado le devuelve a la vida y pierde la ensoñación con flores de cerezo.

Entonces el hombrecito regresa a la silla, ya sumida en las sombras, se sienta y enciende la cámara del ordenador. El hombrecito es un profesor de un instituto catalán que debe hacer clase por internet. Estamos en diciembre de 2020 y en Cataluña.

Comentarios

  1. Como en el poema de Machado, la situación le congeló, además del moquillo, cual carámbano goteante, también el corazón.
    Un saludo.

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