El niño de la foto no sabe de la existencia de un lugar llamado Jan Yunis. Para él todo el mundo es una extensión del ambiente familiar, quizás algo más compleja. Aunque en la familia no todo sea amor ni oro todo lo que brilla, cree que el mundo debe ser un lugar bueno para vivir.
El niño tardó 50 años en descubrir la existencia del lugar llamado Jan Yunis. Nunca se cruzó este nombre en su vida y, cuando lo hizo, el niño que dejó de ser niño muchos años atrás se puso triste y luego se puso a llorar y luego se calló como quien quiere callarse para siempre en sacrificio íntimo, e imaginó que, si jamás volvía a hablar su sacrificio cambiaría el mundo y terminaría el horror en Jan Yunis.
El hombre de 50 miró la foto del niño, invierno de 1966, Barcelona. Con sus deditos imita al caracol, que es su forma de decir tengo dos años. El niño empezó a hablar muy tarde. Quizás ya había decidido alguna forma de silencio votivo. Ahora piensa que debería existir algo más fuerte que el odio, algo más poderoso que la venganza, voces más bellas que el silencio tras la explosión del obús en una vivienda humilde en Jan Yunis. No parece que vivan muchos ricos en este pueblo, y algo repite que el horror se ceba en los pobres de esta tierra por donde, dicen, se paseó Jesucristo con su evangelio de los pobres y su mensaje de esperanza, esa esperanza retardada hasta después de la muerte como en un timo de la estampita demasiado fácil y previsible.
El niño de los dos años que tardó mucho en hablar no se podía imaginar el telediario de hoy, y creería que la televisión miente, que el periodismo es profesión de gente macabra que gozan inventando atrocidades humanas por puro placer ocioso, y que nadie es capaz de matar de esa forma ni de ninguna otra pero de esta menos si es posible. Al que fue niño le gustan las películas de terror porque ofrecen un consuelo implícito: el horror es una ficción gótica de la mente, una ensoñación lejos del mundo, imposible en la realidad. Las escenas de Jan Yunis deberían haber sido solo una pesadilla, soñada tras un mal día. En las escenas de Jan Yunis hay niños de dos años que no cumplirán ninguno más, cuando todavía no saben de qué es capaz un hombre idéntico a su padre que, en un despacho o en la carlinga de un avión, decide lanzar una bomba de dos toneladas sobre una casa humilde. En nombre de una patria.
Es lícito pensar que aquel niño, el de la foto, haya pensado más de una vez que le gustaría no haber cumplido más años para no saber jamás que existe un lugar llamado Jan Yunis.
Hoy hace treinta años que en Ruanda acabaron con la vida de casi un millón de personas a base de machetazos. Allí no habían llegado las bombas inteligentes, ni los pilotos de drones, ni nada similar.
ResponderEliminarHay Jan Yunis en cada esquina, en cada lugar del mundo, lo que no hay es memoria.