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CÁRCELES E INCOMPETENTES

La palabra "competencia" quizás se debería borrar del diccionario catalán, para prevenir disgustos. Una vez anulada la competencia, tambén quedará borrada la incompetencia, que de eso se trata.  El año empezó mal con la cosa de las competenecias básicas del alumnado catalán, que sacó muy mala nota y se puso a la cola de las comunidades de España. Luego vino el cabreo de los trabajadores de Renfe en Cataluña, muy preocupados por su cesión a la Generalitat. Esta cesión se hace en nombre del traspaso de competencias en materia ferroviaria. Y de incompetencias, por supuesto. Ahora el disgusto se instala en la cosa de las cárceles, tema peliagudo y desagradable donde los haya. Pero la Generalitat, erre que erre, exigía la competencia carcelaria. Perdón, quise decir de la gestión penitenciaria. La Consejería de Justicia lleva el asunto de los presos. Ya durante el final del procés, cuando los políticos presos estaban en Lledoners, se intuyó que había una cierta alegría, un cierto r
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VOX EN TERRASSA

Se presentó la señora Alicia Tomás, concejal de Vox, en la puerta del colegio, acompañada de por lo menos un hombre, cámara en mano. Son las nueve de la mañana y las familias llevan a sus hijos. La señora concejal empieza su discurso, y la grabación recoge a esas familias y a sus retoños detrás de ella. Las palabras de la concejal aluden directamente a esa gente que, en su opinión, se llevan todas las ayudas públicas. Se refiere a los pobres de religión musulmana. Ella y su partido se presentan como la última muralla ante lo que no nombra, y que es la teoría de la gran sustitución. Los penúltimos no quieren a los últimos, dijo Henry-Lévi. Desconozco el dato, pero es posible que Alicia descienda de emigrantes. Lo vimos durante el procés independentista, fenómeno supremacista del cual Vox parece un epígono, una prolongación que usa los mismos métodos, los mismos miedos, las mismas estrategias de confrontación para crear un escenario de pobres contra pobres, para dirigir el malestar hacia

LOS CREYENTES

Uno daba por hecho que habíamos llegado a la era de la racionalidad, la Ilustración y el pensamiento crítico. O científico, y que en sus parámetros pensamos: hipótesis, comprobación, etc. Aunque algo del pensamiento científico nos haga temer que la ciencia puede ser tratada como una religión (la verdad, ay, la verdad...), uno pensaba que el tiempo de la magia y la religión estaba muy superado. Uno también piensa que la gente prefiere lo racional a lo emocional cuando busca la mejor opción, y eso ya sabemos que es falso. Seguimos siendo el mamífero peludo y crédulo. Y supersticioso. ¿Acaso usted sabe todo lo que sucede para que, cuando pulsa el interruptor, se encienda la luz? Cuando uno no lo entiende, sitúa este fenómeno en el terreno mágico y se queda tan ancho: algo o alguien hace que se haga la luz. El retroceso del cristianismo en Europa permitió el progreso de las ciencias, y a día de hoy nadie apostaría por volver al horror oscurantista. Aunque hayamos pagado un precio (quizás)

KOLDO Y LA REALIDAD

Un prado de hierba verde: visto a cierta distancia es un lugar ameno, y uno se imagina casi flotando encima de él, tumbado en el verdor fresco como un colchón natural en donde dormiremos una siesta memorable. Luego, cuando te dispones a tumbarte y lo ves más de cerca, aparecen algunos pinchos hirientes, bichitos corriendo arriba y abajo, una boñiga seca. Así parece comportarse la realidad siempre y en todas partes, y cuando uno la observa a través del microscopio no ve mucha belleza en las bacterias y los parásitos que se alojan en nuestro interior. Júpiter es bellísimo, pero nadie querría poner sus pies en ese planeta de colorines. La realidad no es bella y el secreto está en el pacto con ella. Las organizaciones no escapan a este patrón: exhiben sus bellos ideales a lo lejos, con buenas y bonitas palabras, con eslóganes rimbombantes y principios a los que nadie puede resistirse: igualdad, o libertad. Esos son los dos polos. Luego está el trato que se le da a lo común, a lo público. V

TURULL, LA DOBLE MORAL CARDÍACA

El señor Jordi Turull ha tenido un susto por la cosa de la salud. Cuando sintió la opresión asfixiante en el pecho, corrió raudo hacia el hospital. Como hubiera hecho yo. Y, para mi sorpresa, corrió hacia un hospital público, también como lo haría yo. El firme defensor de la privatización, el negocio, el político business friendly prefirió lo público cuando se trataba de su vida. A mi no me queda otra opción que recurrir a la sanidad pública, puesto que no dispongo de alternativa. Pero él sí podía y, sin embargo, decidió que le arropara el estado. Ese estado que considera perverso. Y represor, para más señas. Siempre me maravilla como nos metamorfoseamos ante la Parca, cuando le vemos las fauces al lobo. No acudió a ninguna bella clínica de la parte alta, ninguno de esos chalecitos con jardines llenos de médicos sacados de un spot televisivo, canosos y de brillante currículum que incluye hospitales privadísimos de Estados Unidos. Nada de eso: se puso en manos de lo común, en un enorme

EL HORROR, DICE, EL HORROR

"El horror, el horror". Esta es la frase final de "El corazón de las tinieblas", una de las mejores novelas de todos los tiempos y publicada en el último año del siglo XIX, y luego versionada mil veces y adaptada para el cine otras tantas. En esta novela breve, Joseph Conrad no solo da una lección magistral de narrativa: también cuestiona la cultura, la civilización y la moral (la doble moral) de occidente. Ese corazón de las tinieblas, al final del relato, parece ser la Europa colonizadora y esclavista más que la profundidad selvática del Congo. En esto he pensado hoy, viendo fotos al azar de gente que se presenta en las redes sociales: personas con fondos de ciudades que parecen todas la misma, como si el planeta estuviera cubierto por una capa urbanizada idéntica en todas partes, con esos bloques que podrían ser nichos de un cementerio global, uniforme como el dibujo de una colonia de bacterias en una placa de Petri. Hay algo enfermizo en esa pulsión urbanizadora

RESURRECCIÓN, DICE FÉLIX

Una mañana, Félix se presentó en clase con un tarro de cristal que contenía una víbora enroscada en una espiral casi perfecta, con los ojitos abiertos y vidriosos, cubiertos por una pátina blancuzca y fea. «Está muerta», le dije en un susurro. Él asintió con un movimiento leve de su cabeza morena, de pelo hirsuto al rape y ese tupé de Tintín. «Hay animales que no soportan la cautividad, solo viven si son libres». Él asintió de nuevo, contempló a la pequeña serpiente unos segundos y luego levantó los ojos chisporroteantes y me dijo: «A lo mejor resucita. En Sorpe resucitó una mujer». Félix es uno de los niños más difíciles que he conocido. Desde el instante en que le conocí me percaté de que era un niño especial. Su conducta provocadora y gamberra escondía un espíritu salvaje, de una pureza desconocida. Un niño de esos que te obliga a preguntarte si esa institución que llamamos escuela está bien pensada y si es de veras algo que conviene a los niños. Estoy seguro de que es gracias a lo