La casa vieja está desocupada. Ya no le interesa a nadie y solo vale el espacio que ocupa, el solar con el que podemos hacer negocio, ganar dinero, levantar tres pisos con mucho metal, pladur y cristaleras tintadas, domótica y leds. La tristeza ha llenado la casa vieja y se ceba con ella en el atardecer. La última habitante fue una mujer, me cuentan: la podía ver por las mañanas limpiando, pasando el trapo. Llevaba una batita de cuadros azules y rosas y blancos, siempre la misma bata. Sacaba el polvo una y otra vez, como si este acto ritual hiciera mejor el mundo, como el sacrificio a un dios antiguo. Quizás pensaba que la ausencia de polvo devolvería la alegría entre esas paredes o dentro de su batita azul.
Luego la casa se quedó en silencio y el polvo se adueñó de ella. Puede que la mujer esté en una residencia, o en el país de los muertos. Una lepra mineral se ha pegado a la fachada, y una arenilla parduzca se desprende de los muros, como una lluvia cósmica, lenta, silenciosa. El sacrificio fue en vano. Muerta o internada en el asilo, a veces la mujer recuerda cuando quiso marcharse de la casa y vivir en otra parte y ese recuerdo ni tan solo duele, solo el cosquilleo de la melancolía. Y para la melancolía hay mucha oferta de pastillas en la farmacia, eso ya no es ningún problema hoy en día.
En el atardecer de un día clásico de finales de agosto, despejado y caliente, me llega el olor de los jazmines mientras ando junto a la casa vieja y abandonada. ¿Habrán sobrevivido los jazmines en el patio interior de la casona? ¿Se habrá reencarnado el espíritu de la mujer en esas flores blancas? Sigo andando y descarto cualquier reencarnación, cualquier palingenesia. A mi tampoco me gustaría volver a vivir, con una vez basta.
El tiempo descendió desde el cielo, se paseó aullando frente a la casa vieja y luego se fue con la música a otra parte. La mujer que sacaba el polvo cada mañana cuidó de hijos y marido y a veces soñaba con otras vidas posibles, lejanas, a veces exóticas o rutilantes, pero todas esas otras vidas volaron, en el ocaso, como murciélagos atolondrados en la huida hacia la noche. La vida iba en serio, dijo el poeta seriamente enfermo. La vida va en serio, dice ahora el agente inmobiliario que calcula el precio del negocio y tampoco leyó a Gil de Biedma.
La mujer que limpiaba una y otra vez vivió varias vidas en sueños y una sola en el mundo, que se le antojaba triste pero era el único mundo conocido a fin de cuentas, el clavo ardiente. Pero menos ardiente que la libertad que se le aparecía en el duermevela, cuando la casa estaba en silencio como un augurio sombrío, los niños dormidos y el marido absorto ante la pantalla. Soñó varias vidas y a veces se permitió explorar algunas solo por un instante, en un santiamén, para regresar poco más tarde y avergonzada. A la mañana siguiente se ponía su bata de cuadros y sacaba el polvo otra vez. En sus gestos con el trapo conjuraba el recuerdo de sus sueños y se repetía: algunas hemos nacido para vivir esta vida y nada más, de buenas madres y buenas esposas que limpian.
Y sin embargo, por la noche, regresaban las imágenes de las vidas rehuidas. Hasta que por fin la casa quedó vacía.
Te parece poco lo que deja, el recuerdo de buena madre y esposa. Para mi es suficiente, el deber cumplido.
ResponderEliminarMe ha gustado el escrito
Saludos
Cuando te pones a escribir en serio y dejas de lado a los palanganeros, tio, eres único.
ResponderEliminarAun espero ese libro que tenías que editar y para el que me pediste una reseña para la solapa, no por la reseña en la solapa, lo sabes bien, sino por las narraciones como esta que nos puedes ofrecer.
Sabes que soy un apasionado de las frases cortas, hoy tienes una épica: "A mi tampoco me gustaría volver a vivir, con una vez basta".
Un abrazo
PD: Tengo ganas de verte
salut