Me fijo en la mano izquierda apoyada en la oreja, lo que en el lenguaje iconográfico representa la melancolía. Fíjense ustedes en las pinturas, que desde hace siglos representan en esta postura al melancólico. Quizás debido al ángel que Durero dibujó en Melancolía I y que todavía se mantiene, incluso en la publicidad de hoy: la forma de representar la tristeza es esa mano izquierda en la oreja. La mirada de Milagros parece hacer un leve esfuerzo por sonreír, ladeada, fijándose en algún punto lejano más allá de la pared que tenía enfrente. En aquellos tiempos, hacerse una foto era un acontecimiento excepcional, y se debía pedir cita con el fotógrafo y, posiblemente, ahorrar para pagarle el trabajo.
Milagros nació en una familia de Valencia, Muro de Alcoy, pueblo del interior. Pasó su infancia en una choza. Su padre andaba arriba y abajo, alquilándose como peón en el campo. El relato de Milagros habla de miseria y hambre. Estoy hablando de miseria severa, de hambre de veras. No te olvides de donde venimos, me susurra Milagros.
La foto se descompone lentamente, pero aún así es asombroso que tenga unos cien años y se mantenga en este estado, habiendo soportado todos mis traslados. Conservo esta foto y me la llevo conmigo como quien lleva la imagen de un icono ruso, para reflexionar de vez en cuando. Me he encontrado pensando en la antigua dignidad de los pobres, en el paso del tiempo, incluso en la elegancia de esas ropas (¿las alquiló?). Milagros vivió en mi casa (la casa de la familia) los últimos años de su vida, convertida en una señora espiritualizada, menuda y frágil. Aunque nunca enfermaba: su llama se apagaba despacio y empalidecía. A su muerte, el médico le comunicó a la familia que en su corazón estaba la cicatriz de tres infartos. Nadie se enteró jamás de esos infartos, ni tan solo ella misma. Murió muy cerca de los 100 años.
Nunca supe todo lo que soportó esta mujer, que transitó la miseria, la emigración con una maleta de cuerdas, la guerra, un marido catalán de escasa moral y que se convirtió al catolicismo para ver si Nuestro Señor le perdonaba sus múltiples pecados, en el tramo final de su vida. Una vez llegada a Barcelona, a los 16 añitos (cuando ahora se termina la ESO, entre bravuconadas), se puso a servir en una casa bien de Sant Gervasio. Nunca dejó se ser una sirvienta amaestrada, solo se rebeló a los 90, cuando algo le dio permiso para dejar de ser la criada de los demás. Aunque yo, a ese fenómeno, no le llamaría empoderamiento -tal como suele decirse ahora.
Una bella entrada para recordar unos tiempos duros.
ResponderEliminarHoy todo ha cambiado, como bien dices. A los dieciséis ya se puede abortar sin permiso de los padres, y por supuesto, sin que ellos se enteren.
En unas cosas no hemos adelantado tanto.
Gracias por traerla y explicar su historia, que me recuerda, a grandes rasgos, las de otras mujeres de mi familia.
Salut
Sacar estas fotos del cajón, duele,pero un dolor dulce que te lleva a pensar.Por eso,sólo de vez en cuando lo hago,porque luego me dura varios días.
ResponderEliminarSaludos