A las dos niñas de la foto pueden ponerles el nombre que más les guste. Podrían ser Carmen y Rosario, Dolores y Juana, Pilar y Milagros. Sin duda no se llamaban Jana ni Laia ni Ona ni Aina.
Un día, alguien las llevó al fotógrafo. Habían concertado la cita muchos día atrás y se prepararon para el momento. Las cosas se tomaban su tiempo y había que esperar. Les compraron ropa bonita y blanca, zapatos blancos, un lazo en el pelo de color blanco. El fotógrafo las puso ante un decorado que representa un jardín romántico, con un lago y nenúfares. Ambas llevan un colgante con una medallita. Hay un juego de simetrías y asimetrías entre las dos niñas y un ensayo de composición equilibrada. La pequeña apoya su bracito en un bastón. Puede que el brazo izquierdo de la mayo abrace la espalda de la pequeña, protegiéndola de algo que no aparece en la imagen y que se refleja en esos ojitos negros como dos aceitunas congeladas décadas atrás.
Me sorprende el rostro de las niñas. Porque no sonríen. Miran hacia el futuro con una reserva temerosa, y las bocas se cierran apretando los labios. Quizás no eran buenos tiempos para la sonrisa en la familia, quizás el fotógrafo era un hombre serio y malhumorado, o quizás era la madre, al lado del fotógrafo, la que imponía esa severidad. Quizás el padre, algo más atrás, andaba refunfuñando. O triste. La escena contiene un silencio estricto. La foto recogió un instante que quiso inmortalizar belleza pero retrató la tristeza. No son dos niñas ricas. Algo nos dice que esa ropa blanca y refulgente se compró con ahorros ahorrados peseta a peseta, pesetas que centellearon en la mano que las recogía una por una. Una, dos, tres, cuatro.
El inventor de la fotografía quiso crear el aparato que permitiera captar los fantasmas, y se imaginó que la lente podría ver lo que el ojo humano apenas distingue. Ahora, en esta esquina de una callejuela, aparecen los dos fantasmas. Finalmente, el inventor logró su propósito. Las dos niñas crecieron y murieron y alguien, esta tarde de Semana Santa, decidió deshacerse de los dos espectros blancos y puros. Depositó el cuadro en la calle. Delante de una pared pintada de colorines. Las dos niñas murieron por segunda vez, olvidadas ya para siempre. Sin embargo, hoy las he conocido. La fotografía cambió el mundo y creó infinitos mundos superpuestos, de tiempos alocadamente paralelos.
A su lado están unos contenedores de basura. Quien ha dejado el cuadro en la calle ha tenido un último gesto de compasión y no lo ha tirado al interior del cubo de plástico. Quizás albergaba una esperanza pequeñita, como un leve destello en la oscuridad, y sospechó que pasaría por allí una descendiente de las niñas y reconocería a la madre o a la abuela, a la tía. Esa es la historia escrita en las paredes, como lo hacían la humanidad prehistórica en las paredes de piedra. Mandaban señales al futuro como el náufrago una botella al mar o el adolescente un mensaje en Instagram.
Pocas horas más tarde, el marco con la foto ha desaparecido de la calle. No veo rastro de él. Hay anticuarios, en las ferias dominicales, que venden este tipo de piezas, convertidas por fin en mercancía para un museo del olvido a buen precio en su tenderete bajo el sol.
Me ha gustado mucho la narración.
ResponderEliminarUn abrazo
Aunque en el siglo XIX,se fotografiaba a los muertos(sobretodo a niños),en posiciones naturales como si estuvieran vivos,para tratar de inmortalizarlos,no es el caso .
ResponderEliminarRomper la composición, para vender el marco,es el peor final,pero hasta cierto punto lógico.
Muy buena la narración