Leí las memorias del abuelo Miquel sentado en un piso lejos de Barcelona, en un invierno áspero. Me pareció que estaba en Saturno. Pero regresé, en un viaje interestelar a la velocidad de la luz, hasta el living en donde encontré a Roser muerta y tan fría, tan extraña. Y me reencontré con sus libretas y sus listas de apariencia absurda y trastornada. Y entonces supe que estoy obligado a volver una y otra vez sobre Roser y Miquel, como por un imperativo, y que debo escribir y pensar sobre ellos. Esas listas al final de sus días me preguntan algo des de la oscuridad de sus voces apagadas.
Es por ese motivo que le escribí al Archivo de Salamanca, y este archivo me mandó los papeles que sobre mi abuelo se recopilaron en el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo, en Burgos, año 1947. Dicen que para contar una historia bien contada se debe empezar por el principio, tal como la Biblia lo hace. Y fue así como empecé a escribir, amparado por la soledad y la música de Beethoven, sabiendo por instinto o por intuición que desciendo de una oscuridad llena de falsedades y de horror, de dolor inmenso y de atrocidades. Y de amores imperfectos.
El 18 de julio de 1936 mi abuelo Miquel agarró un fusil Máuser sacado de vete a saber qué cuartel y se fue a pegar tiros contra los curas salesianos de la Avenida Bonanova de Barcelona, que se habían apostado en el campanario de la iglesia y disparaban a la masa enfurecida por el golpe de estado. A mi siempre me contaron que el abuelo Miquel fue poco menos que un santo, pacifista y ejemplar. Me dijeron que su masonería era de mentira, o que se la tomó como un hobby.
Me siento a escribir sobre todo eso y todas esas personas que vivieron y ya murieron. Escribo preservando mi soledad con el ímpetu de un monje empecinado en su celda, y a la vez mirando siempre a través de los cristales ese cielo invernal, y se que este gesto -escribir, mirar-, es un acto de amor como una bomba, capaz de destruir los límites del espacio y del tiempo, capaz de borrar el odio y la melancolía. Comienzo a escribir como quien empieza a andar por un camino nuevo, sin saber si hay camino. Empiezo a escribir temiendo terminar mi escrito con una lista banal. Salgo hacia la nada, lo nuevo, lo ignoto. Me veo desnudo y descalzo, los pies sobre la escarcha en un páramo donde la niebla desciende a descansar, agotada.
El 18 de julio de 1936 mi abuelo Miquel agarró un fusil Máuser sacado de vete a saber qué cuartel y se fue a pegar tiros contra los curas salesianos de la Avenida Bonanova de Barcelona, que se habían apostado en el campanario de la iglesia y disparaban a la masa enfurecida por el golpe de estado. A mi siempre me contaron que el abuelo Miquel fue poco menos que un santo, pacifista y ejemplar. Me dijeron que su masonería era de mentira, o que se la tomó como un hobby.
Me siento a escribir sobre todo eso y todas esas personas que vivieron y ya murieron. Escribo preservando mi soledad con el ímpetu de un monje empecinado en su celda, y a la vez mirando siempre a través de los cristales ese cielo invernal, y se que este gesto -escribir, mirar-, es un acto de amor como una bomba, capaz de destruir los límites del espacio y del tiempo, capaz de borrar el odio y la melancolía. Comienzo a escribir como quien empieza a andar por un camino nuevo, sin saber si hay camino. Empiezo a escribir temiendo terminar mi escrito con una lista banal. Salgo hacia la nada, lo nuevo, lo ignoto. Me veo desnudo y descalzo, los pies sobre la escarcha en un páramo donde la niebla desciende a descansar, agotada.
Pero si no empiezas a escribir no habrá narración, ni historia que explicar.
ResponderEliminarLos zapatos los encontrarás por el camino, se ajustarán a tu cuerpo, te permitirán continuar.
Acabarás la narración, y la podremos leer y disfrutar.
Un abrazo
Salut