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"MENJAR OSTRONS ÉS FER PAÍS"


Anda que caminarás, me encontré de repente ante el rótulo de la foto. El lugar estaba desierto y parecía suplicar la tregua del tiempo y la ruina: abandonado y triste, el local a cien metros del rótulo era poco más que una barraca polvorienta de la cual se desprenden las tablas y se destiñen los colores, queriendo ser blanco hueso. En ese lugar el viento es constante, sostenido y malo. El aullido del viento y las voces sardónicas de las aves, ese silencio rumoroso del campo. Eso y la dejadez del sur catalán.

En primer lugar pensé que el autor del rótulo era un tipo con sentido del humor, que la frase era un chascarrillo a costa de ciertos eslóganes nacionalistas que abundan en mi desdichado país, o quizás una burla cruel hacia la frase de aquel presidente regional que proclamó la ratafia fa país (la ratafía hace país). Sin embargo, algo me decía que no había ni pizca de humor en la inscripción: el nacionalismo carece de varias virtudes, y su primera carencia es el sentido del humor. No, me dije, aquí no hay chascarrillo posible: lo que se afirma es lo que se piensa, nada más y nada menos.

Consulté, más tarde, que cosa es un ostrón. Y descubrí que la palabra se refiere a la ostra de una variante más grande y más basta que una ostra común. El ostrón, por esas mismas características, se vende más barato que las ostras. En realidad, pues, el cartelito anuncia una baratija. Pero una baratija patriótica.

Recordé entonces cosas que me dijeron años atrás, cuando yo era muy joven: hablar en catalán es hacer país. Escribir en catalán es hacer país. Los nacionalistas de mi desdichada región siempre anduvieron obsesionados en hacer país a través de cualquier acción. Cuando publiqué una novelita en catalán me felicitaron por hacer país, aunque yo solo quería hacer una novelita. Pasé muchos años de mi vida enseñando a hablar y a escribir en catalán, y me felicitaron por hacer país cuando yo solo quería transmitir el gusto por hablar bien, escribir bien, amar a la cultura. La cultura y las lenguas del mundo.

Me asusté y me cansé. No entiendo de países y más bien me dan grima las banderas, los himnos, las ratafías. Decidí descansar del país. Así que abandoné el país sin salir de él. Me abstuve del país, de emancipé de su cultura y me puse a escribir en castellano, a leer en castellano. A ver cine francés en francés e inglés en inglés. Y cine ruso en inglés, o subtitulado al castellano. Me dan miedo los países y mucho más miedo me dan los países en construcción, ya que siempre se construyen contra algo o contra alguien.

Tuvo un efecto demoledor en mi el mensaje que recibí una noche de hace ya varios años: los que escribimos en catalán somos guerreros del catalán. No, no quiero la guerra, así que le devuelvo a usted las armas, los caballos, los escudos, el bravío. No nací para ir a la guerra. Que no me esperen en ninguna guerra. Y mucho menos en una guerra por una nación que no existe y nadie necesita. Quizás, y aún así lo dudo, participaría en alguna contienda para mejorar la calidad de la educación pública, de la sanidad, del bienestar social, de las comunicaciones, de la igualdad entre las personas, por la igualdad de oportunidades y de resultados, por la cultura universal. Pero nunca jamás por una patria fantasmagórica. Eso no, nunca. Que no me esperen debajo de una bandera, por mucha ratafía que me hayan regalado.

Me marché del lugar del cartelito de las letras rojo carmín y me olvidé de él. Luego, como pueden leer, volví a pensar en él. Con pena. El nacionalismo no solo carece de sentido del humor, si no que extermina el humor y conduce a la pena. En el nacionalismo solo hay guerra y muerte. Solo hay pena y cansancio en las naciones. Y mitos burdos, y héroes falsos, y aspiraciones espurias.

No comeré ostrones. Seguiré escribiendo en castellano. Aunque tenga que pedirle mil veces perdón a mi madre, de lengua catalana, no haré nada por ese país que quiere construirse contra las personas. Haré lo que pueda por las personas que viven aquí, pero nada de nada haré por hacer país.

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