Con la hora otoñal, las seis de la tarde son las seis de la noche. Poco antes, por la ventana, veía acercarse la nube cargadita de lluvia gris azulada, casi malva. Estamos en la zona oscura del año y la tristeza sale a pasearse cada tarde, a eso de las seis. El asfalto está triste y se ha puesto a llorar como una magdalena. El perrito de la vecina anda cabizbajo y olfatea el rastro de un congénere que ya no está, que se evaporó otra tarde, hace muchas tardes, en Campoamor.
El Paseo Campoamor se llena de gente mayor a eso de las seis. Salen a por algo que advirtieron que les faltaba para pasar esta noche, al ver que la noche ya estaba aquí, otra noche, a la espera de la noche larga que, por lo que parece y si Dios quiere, no será la de hoy. En la radio dicen que a alguna autoridad se le ha ocurrido: ¿y si confinamos a la gente mayor?. Las autoridades no ganan para ocurrencias. Hay un viejecito de hojas blancas, piel grisácea y muy escuálido, menudo y achaparrado, a quien cada día me lo encuentro sentado y quieto en el mismo banco, como una escultura hiperrealista de un artista muy moderno. Hoy se mojará los calzones. Está sentado y con la frente arrugada, como los pantalones de pana gorda. El dueño de la frutería asoma la cabeza por la puerta de la tienda que languidece, bajo el toldo azul. La luz amarillenta que le rodea sale de un cuadro de Van Gogh cuyo título se lo llevó el viento en mi memoria. Los paquistaníes del súper piensan en cerrar: la lluvia les terminará la jornada laboral un poco antes de lo previsto.
En la cafetería, que abre para vender café en un vaso de papel plastificado, el chico está meditabundo, sus ojos erráticos casi no me reconocen aunque soy el mismo tipo de cada tarde. Lo cotidiano me hace invisible. El chico anda cabizbajo y oliendo el aire raro, como el perrito de la vecina. Quizás ha olfateado un olor fantasmal que pasaba calle arriba, un aire procedente de su país de colores y humedades y selva. En la calle nos sentamos, con la distancia prudente, hombres solos y callados. Cada uno con su café plastificado y sus sombras, mientras la noche sigue ascendiendo, rauda, desde el asfalto llorón hacia las alturas fosforescentes. Huelo un carajillo de anís, unos metros a mi derecha.
Las luces de las tiendas nos iluminan el medio perfil con un amarillo anaranjado y a veces nos miramos entre nosotros, sin saber si buscamos una mirada cómplice o si rehuímos ese brillo triste y apagado en nosotros, el brillo mortecino de las almas en la tarde de noviembre. Miramos la perspectiva del Paseo de Campoamor sin amor y nos preguntamos: ¿qué pasó?. Nadie habla: todos sabemos que el aliento de cada palabra multiplica los miasmas. El silencio, la noche que se levanta, el asfalto mojado. La tristeza se pasea por el Paseo de Campoamor como Pedro por su casa. Estamos en la Cataluña triste.
Mucha tristeza, en efecto.
ResponderEliminarSuerte con esta nueva etapa de navegante.
Saludos.
En esa Cataluña que es la que, pase lo que pase, siempre acaba pagando.
ResponderEliminarUn verso famoso y melancólico de Campoamor:
ResponderEliminar"Las hijas de las madres que amé tanto
me besan hoy como se besa a un santo"
Benvingut sigui el nou blog!
Conviertes la tristeza en belleza. Gracias.
ResponderEliminarMuy bueno.
ResponderEliminarAunque no quieran, aunque te censuren, no puede ser más real. Todo era gris en esta ciudad, y desde la pandemia, además se le ha añadido la tristeza.
Salut
Ostras me has dado pabilo para un post. https://lostbarcelona.blogspot.com/2020/11/a-follar-que-el-mon-sacaba-divertimento.html?showComment=1604522937892#c6145331170079690865
EliminarNarras una pintura de Hopper.
ResponderEliminarEnvuelves todo en esa atmósfera triste y gris en la que se ha convertido Barcelona.
Tardará mucho en todo vuelva a la normalidad, la de ahora se llama nueva, pero yo me refiero a la antigua.
Hagamonos a la idea de que ya nada será como antes.
Un abrazo.
Salut