Escucho hablar de las periferias de España, esas nacionalidades exigentes y egoístas, insaciables y llenas. Me pregunto si la periferia conlleva el narcisismo, si hay algo antropológico y patológico en los límites del mapa.
Y mientras me lo pregunto me paseo por el límite de la ciudad de provincias. Aquí, en ese muro de ladrillo rojo, termina la ciudad. Luego ya solo hay campos yermos, abandono, rastrojo, escombros, basura agazapada entre la maleza. Aquí se terminan las calles y los semáforos, las farolas, las antenas de telefonía. Los bloques están habitados por gitanos y africanos de media África, des de Senegal hasta Mali, Marruecos, Burkina Faso. Esa periferia no se siente superior: bastante tiene con llevarse algo a la boca antes de que se acueste el día. No hay tiempo para pensar en hechos diferenciales.
Los niños desnutridos abundan, pese a las oficinas de Servicios Sociales que están por algún lado. Llega una línea de autobús, con horarios imprecisos y el conductor con la cara agria. Por aquí nunca he visto a la patrulla de los Mossos de Escuadra: el señor Puigdemont se podría ocultar aquí con garantías. Pero el señor Puigdemont nunca pondría los pies por estos lares ni las gentes que lo habitan le denunciarían: ni tan siquiera saben quien es. Esa no es la Cataluña que nombra el señorito de Waterloo cuando habla de Cataluña. Este barrio está mas allá de todas las periferias, incluso de las periferias de los nacionalistas.
Las niñas y los niños de sexto de primaria leen y escriben como los de ciclo inicial del centro de la ciudad, mil metros más allá. No hay banderas en los balcones, no hay pancartas sobre presos políticos, no hay inscripciones ni adhesivos pidiendo el retorno de los exiliados, nadie sabe nada de eso ni tampoco le importa nada. Uno tiene que andar mucho antes de darse de bruces con la primera banderita estrellada. No hay ni una sola pintada de la CUP ni de Arran hablando de libertades, de derechos, de referéndums. Ni de los problemas del amor romántico. Hay algo profundamente apátrida en este barrio en el confín de la ciudad. La patria cae muy lejos o sencillamente no significa nada. Aquí no hay ni patria ni playa. Después de ese muro como una muralla china está el territorio de nadie, el fin, los escombros, los mosquitos. El olvido.
Ningún activista viene por esos lares para estampar sus ocurrencias, no pierden el tiempo invirtiendo en mensajes para los pobres. No muy lejos de aquí, en la cercana villa de Matadepera, pueblo con uno de los PIB más altos de España, abundan las pintadas y las banderas con la estrella y con los eslóganes veganos y animalistas y nacionalistas y obreristas y libertarios. Antes lo llamaban "lumpen", y tampoco le interesó a nadie, el lumpen era solo un territorio de la literatura marginal y escandalosa. Ningún turista solidario viaja hasta este barrio.
Dios y el nacionalismo se detuvieron mucho antes de llegar a este barrio catalán. Se dieron la vuelta sin ni tan siquiera echar un vistazo.
Es que la periferia existe, como existe la calle Panamá, en Barcelona y en la misma Barcelona, la calle Salvadors, o Reig, o Escudillers, o Carretas, o...
ResponderEliminarSon afortunados,en cierta manera,tienen un piso,para la familia.El problema ahora en Hospitalet( por ejemplo),son los alquileres por habitaciones.Dios,afortunadamente está en todas partes,en la miseria y en la riqueza(aunque parezca imposible).
ResponderEliminarSaludos