Dice un político independentista que, con la aprobación parlamentaria de la ley de amnistía, Cataluña ha obtenido una victoria. Siempre me ha fascinado esa identificación de una persona con un territorio, que Jordi Pujol practicó hasta el tedio. Cataluña soy yo: si yo estoy contento, Cataluña está contenta.
Me resulta muy difícil discernir cual es la definición de Cataluña: ¿un pueblo? (¿un solo pueblo?). ¿Un territorio habitado por una ciudadanía de 8 millones? ¿Solo la tierra bajo los pies? ¿La ciudadanía que habla en catalán?
Esta tarde, a la salida del trabajo, no he visto ninguna muestra especial de alegría por la calle. Tampoco los campos, que diviso en algún instante del trayecto, me han parecido más felices y, mucho menos, victoriosos. Los montes, al fondo, serios como siempre, con su indiferencia habitual, ese gris azulado de la indiferencia cósmica. Luego... ¿dónde está la Cataluña victoriosa?
Vi risas y abrazos en la TV, en la cámara de los diputados. Vi las caras fatigadas en la calle, y todavía es jueves. Quizás la victoria esté en esos pisos del suburbio en los que ha aparecido una plaga de cucarachas, cuando consiguen liquidar a alguna. Quizás en estos niños en el límite de la pobreza extrema, cuando consiguen llevarse un bocado a la panza. Ayer mismo, un alumno estaba de fiesta: consiguió que, por fin, su madre le comprase una cajita de rotuladores en el Action. Hoy se ha dedicado a escribir palabras bonitas en una hoja. Cada falta de ortografía era una celebración.
No creo que hoy se vaya a romper España. Tampoco creo que tenga nada especial que celebrar, como no sea una leve bajada de precios en el súper. Las victorias de los pobres están en las etiquetas del precio de la lata de atún. Me imagino que hoy habrá fiestas y cócteles y cenas opíparas, con cava catalán y ratafía de Santa Coloma de Farners tras los postres. Eso pasará en algunas casas, más bien pocas pero bien avitualladas, y la cena la servirá Edurne, o Wendy, para regocijo de la interculturalidad. Para algunos se abre la posibilidad de volver al cargo, y soñarán, ratafía mediante, en ser el Bolívar de Matadepera, el Comandante Marcos de Montornès del Vallès, el Che de Manlleu.
Si la amnistía sirve -como dicen- para continuar bajando la hipertensión, bienvenida sea. Pero bienvenida sin champán. Del mismo modo que no me siento invitado a tomar una copa de champán, tampoco me siento capaz de tomar una decisión al respecto. Tras escuchar a Puigdemont, eufórico a medias, diciendo que por fin se ha librado de la muerte civil a la que querían condenarle, me han venido ganas de recordarle la condena a muerte civil -y laboral- a la que querían condenarnos él y los suyos a la ciudadanía catalana que no somos independentistas: el corazón puede perdonar, pero la mente no olvida. No puedo olvidar a quienes me invitaron a cruzar el Ebro en dirección al Oeste en aquéllos años tan oscuros. Y tan feroces, y tan impunes.
Mañana por la mañana, cuando salga para el trabajo, intentaré fijarme bien y prometo descubrir en qué nos beneficiamos de la victoria catalana de hoy. Le preguntaré al campo reseco y al monte exhausto, y al padre de Rebeca, que se quedó en el paro. Y a la madre de Ismael, que barre las calles a las seis de la mañana y con ese sueldo mantiene a dos hijos, ya que el marido se pasó al trabajo en negro para no pasarle la pensión y poder tomarse sus cervecitas en paz. Aunque la cerveza y la ratafía no son lo mismo.
Cuando una voz habla en nombre de "todos", me quedo perplejo.
ResponderEliminar¿Quién son "todos"?, porque a mí que no me cuenten, y estoy empadronado en Cataluña.
Es una manía que les ha perseguido siempre, creerse que están en la posesión de la verdad absoluta, y que como esa verdad es la única verdad, les da derecho a hablar en nombre de ocho millones de personas, cuando no son una cuarta parte.
Ya está. Esos cinco votos que ha necesitado el encantado de conocerse han valido para que los señores que hicieron saltar la banca a la fuerza se vayan a casa a seguir medrando, porque según sus palabras "ho tornarem a fer".
Un abrazo