Nunca comprendí bien la historia del señor Puigdemont. Es decir, nunca comprendí bien sus giros, sus palabras, sus gestos. Me lo contaron con detalle una vez, y quien me lo contó le conoce muy bien. Aún así, es difícil. Al principio parece el chico de pueblo, más o menos ambicioso, que se traslada a la capital provincial para prosperar: su familia tiene un pequeño negocio, esa menestralía rural triste, esforzada. Él quiere algo más. Se apunta al partido político más afín a sus ambiciones, donde cree que podrá escalar, el más votado. Hasta aquí podría ser un relato del XIX, quizás de Stendhal. Durante tiempo, los gerundenses noctámbulos ven a un joven solitario, de traje, acodado en la barra. Observa en silencio.
Un Julien Sorel pequeño y catalán.
En algún momento nuestro personaje conoce a una actriz rumana que está de gira con su compañía de teatro. Cuando la ve en el escenario queda tan impresionado que despliega todas sus estrategias para seducir a la mujer. Eso también podría ser de Stendhal. En este tiempo ejerce de periodista en una pequeña redacción local. Nunca destaca como periodista.
Hay un episodio oscuro casi negro en 1992, cuando él es muy joven y el juez Garzón ordena detener a los independentistas para prevenir altercados durante las olimpiadas: los independentistas habían prometido sabotearlas. Este episodio es dudoso y nadie lo ha querido narrar. Quedará para siempre en la tiniebla y la duda. Falta de pruebas, me cuentan. Vamos a dejarlo.
La historia se mueve en la oscuridad permanente. Una rarísima maniobra, de tintes tenebrosos, le planta como candidato a la alcaldía. Y gana. Su etapa como alcalde es mediocre y breve. Destaca tan solo una medida sorprendente: cuando le cuentan que hay ciudadanos abriendo contenedores para conseguir comida, ordena que los contenedores lleven un candado. Así se resuelve el hambre en Girona.
Luego, pero no mucho después, Puigdemont llega a la presidencia de la Generalitat tras un episodio rocambolesco. El partido trotskista revolucionario catalán, (la CUP) propone a un nacionalista ultraliberal y consigue auparlo a presidente. Eso es raro y difícil de explicar, pero es así. Y poco más tarde sucede lo que todos ustedes saben: la declaración de independencia sí pero no, la huida en el maletero del coche, el chalecito en Waterloo. Una vez allí, el mayor temor de Puigdemont es desaparecer en el olvido. Empieza pero no termina varias empresas: diseño de sellos votivos, constitución de un gobierno regional paralelo, creación de asociaciones de fans. No es bueno que el hombre esté solo: la familia hace un intento de instalarse con el hombrecito en Bruselas pero algo sale mal y se queda solo de nuevo. Solo o en compañía del melifluo Comín.
En algún instante está el episodio borroso de los supuestos agentes rusos con quien negocia el apoyo de Putin a la independencia catalana. Jamás sabremos si le engañaron unos burdos estafadores o si hubo algo más tétrico. Siempre están las sombras bailando alrededor del héroe, como en un mito celta.
Tras las elecciones de 2023, Puigdemont consigue por fin la relevancia mediática que tanto ha ansiado durante seis años, cuando la diabólica aritmética electoral le convierte en el líder del partido clave para la gobernabilidad. Se deja querer por ambos candidatos al gobierno español, pero sabe que lo tiene mejor con Sánchez. Des del primer momento, cualquier observador atento sabe que Puigdemont tiene una prioridad y quizás solo un objetivo: resolver su situación personal. Eso también suena a Stendhal. A nuestro hombre no le importa nada silenciar a las bases del partido, contrarias a cualquier negociación con el enemigo. Su decisión implica el sacrificio del partido y quizás la disolución del independentismo en una charca de dudas, reproches y acusaciones de tibieza, traición y bajeza.
No le importa nada pactar con quien juró no pactar jamás. El objetivo es librarse de la justicia y de su inevitable encarcelamiento, renovar sus papeles (un DNI a punto de caducar, sobre todo) y regresar con la familia. Es casi entrañable. Sus partidarios no pueden creer lo que están viendo: quien tomaron por el libertador, por el aspirante a mito, por el héroe irreductible... resulta ser un hombrecito normal, preocupado por sus cositas.
Hay un descalabro emocional de grandes dimensiones entre sus fieles. Ahora deambulan desorientados y se sienten traicionados ante el descubrimiento de que el héroe no lo era, que era un cobarde como tu, como yo. Eso podría ser de Borges: ¿recuerdan ustedes el cuento sobre Fergus Kilpatrick?.
A Puigdemont le calificó como "el Vivales" el periodista gerundense Albert Soler en las páginas del Diari de Girona, y lo que parecía una ocurrencia graciosa resulta ser la definición más precisa del hombre, expresada en términos populares. Puigdemont no es de la clase de hombres que crean patrias y destruyen estados. Es de la clase de hombres que quieren ver el partido de fútbol en el sofá, el domingo por la tarde, quejándose del barullo que arman los niños. Sin tener que levantarse el lunes a las seis de la mañana para ganar el pan. El Vivales. Es muy posible que piense, a menudo, en que jamás debió salir del pueblo. Lo único malo es que allí la vida es dura y de madrugón diario.
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