En Cataluña se han fraguado muchas fantasías, y todas ellas con la intención de la construcción de una identidad nacional. Pero la realidad es que Cataluña jamás fue una nación demostrable y que sus mitos fundacionales y heroicos se diluyen en la nada como el azúcar en el café, dejando una edulcoración empalagosa. El número de fantasías elaboradas en este rincón mediocre y gris del mundo es casi infinito: la lengua propia, el carácter y la idiosincrasia propios, la genética propia, la historia gloriosa propia, la cultura propia. Fíjense ustedes en que, tras cada uno de esos conceptos, siempre nos añaden el adjetivo propio/a. Por algo será. Dime de qué presumes y te diré de qué careces.
Cuando uno indaga un poquito descubre que todo el aparato identitario se sustenta sobre un idealismo pueril, sobre las ideas de unos autores románticos y trasnochados aparecidos en tiempos del romanticismo nacionalista europeo, rechazados a día de hoy en todas partes menos aquí, en esa misma España en donde también se reivindica la figura de Don Pelayo y otros fantoches legendarios: hay una parte de España que no quiere salir de las ensoñaciones medievales. Es su reacción tribal contra la globalización cultural.
Y si a día de hoy se rechaza el idealismo romántico no es por una manía postmoderna: aquéllas fantasías llevaron a las mayores atrocidades cometidas por la humanidad en tiempos ilustrados. El nacionalismo romántico no es solo la piedra en el zapato de la Ilustración: también es su más grave problema, su verdadero adversario.
Entre los mitos patrios está el del teatro catalán, como si ese teatro tuviera entidad propia y fuese distinguible del teatro de otras partes. Que yo sepa, se puede hablar del teatro griego (Sófocles, Eurípides, etc), de Shakespeare y su Royal Company, de la Comédie Française y de poco más. Luego ya están Stanislawski, el Living Theatre de Nueva York, así como otras experiencias reseñables pero menores.
Es imposible hablar seriamente de un teatro catalán. A no ser que se recurra a Margarida Xirgu y a otros mitos locales, como Enric Majó o Anna Lizarán, que aún siendo grandes nombres no permiten hablar de una identidad "nacional".
Ahí está el meollo: la pretensión de hablar de un teatro catalán es solo la triste consecuencia de que Pujol levantase el Teatre Nacional de Catalunya en tiempos del mandarinato, fichando a un ingenuo (?) Josep Maria Flotats para traerlo de vuelta a Cataluña. La amistad entre Pujol y Flotats duró dos telediarios, tal como era de prever: Pujol siempre fue refractario a la cultura, siempre sospechó que la cultura es cosa de marxistas camuflados. Y Pujol no quería marxistas en su proyecto delirante de construcción nacional.
Hace poco acudí al Teatre Nacional, en este edificio pretencioso que le hizo Bofill a Pujol, para ver una de las grandes obras de la literatura contemporánea: "El temps i els Conway" (Time and the Conways, J. B. Priestley, 1937). Bajo la dirección del mediático y popular Ángel Llácer. Y lo que vi fue otra demostración de impotencia, de ampulosidad vacía. Vi una clase magistral que se podría titular "Como cargarse a un clásico".
El teatro catalán es pretencioso y pesado: la obra se soporta por la calidad del texto, pero la interpretación cae en unas declamaciones aborrecibles, eso que en catalán llamamos la "cantarella", una dicción afectada, ridícula y de efectos perniciosos, que alejan al espectador y solo le mueven a la risotada ante tan decepcionante expresión. Jamás nadie habló de esta forma en la que hablan unos actores y actrices de tres al cuarto, de apariencia amateur cuyo currículum solo nos habla de series costumbristas en Tv3. Y luego está un aparato escenográfico y tecnológico cargante, que no aporta nada, desprovisto de alma y de conocimiento.
En el caso de existir el improbable teatro catalán, su signo de identidad sería el ridículo. Quizás se puede decir lo mismo de otras artes subvencionadas y sometidas a la voluntad nacional de una nación que tampoco fue o que, en caso de ser, fue ridícula y subvencionada.
Hay, como bien sabes, un comentario en La Contra de la Vanguardia, de un buen director catalán, Lluis Pascual, del día 21 de abril del corriente año, en donde dice claramente por qué tuvo que marchar de Barcelona e ir a trabajar, y evidentemente, vivir, a Madrid
ResponderEliminarLos motivos, los puedes deducir, pero mejor lo miras en La Vanguardia.
Un abrazo