Uno echa la vista atrás y descubre que siempre salimos del horror, venimos del horror, descendemos de él. Del horror de la guerra de los abuelos, del pasado atroz español, del carlismo y el cainismo, de un país que solo se cree la realidad cuando la realidad es la sangre derramada -y por eso celebra corridas de toros.
Y ahora echo la vista atrás, pero solo hasta hace un par de años, y me doy de bruces con esos meses tan espeluznantes de la pandemia y los confinamientos. Y me doy cuenta del desastre, de la distorsión en la vida, del miedo, de las semanas encerrado sin juguetes y con teletrabajo. A mi el confinamiento me pilló ya crecidito, más o menos calmado. Pero no sucedió lo mismo con esas personas, el alumnado, que estaban en la adolescencia (tardía muchas veces) y en esos barrios en donde llueve sobre mojado, en donde todo es un barro que no produce nostalgia.
Esa gente lo llevó muy mal: encerrados en la casa con un maltratador, en un pisito de 50 metros, con la suegra enferma, con las penurias y el padre en el paro o con un ERTE apalabrado y, pasapalabra, con el hermano y su síndrome de abstinencia, y escuchando como enloquece el vecino. Nadie podía preveerlo, es cierto, y algo huele a experimento fallido, a experimento social que debería haberse hecho con gaseosa y no con sangre. Algo huele a error grave. Y lo sabemos cuando hay adolescentes encaramados al balcón, atisbando la sonrisa de la muerte dibujada en el asfalto, esa sonrisa gris.
Algo fue muy mal. Sacrificaron a una generación sin saberlo, del mismo modo que en las guerras se manda a los jóvenes a las trincheras para salvar a la patria. Lo que nadie sabía es que esos jóvenes morirían más tarde, después de todo, mientras el viejo Tamames cuenta una camama, cuando ya nadie se acuerda de esos jóvenes sacrificados en el altar del bien común.
Siempre me gustaron los cuentos y las pelis de terror con zombis y vampiros: ese terror del cine es ficción y fantasía, puro deseo ocioso de una noche de verano.
El terror de veras está en nuestras calles, en las aulas, en los balcones. Ya no hace falta volver la vista hasta el horror de nuestros abuelos para descubrir el horror. Ese horror que se enquista dentro, como la piedra de la locura.
El problema de los supervivientes es que deben cargar con la culpa de haber sobrevivido. Y no siempre se puede.
Lo he pensado muchas veces. Lo mal que lo habrán pasado en el Raval, con pisos muy, muy pequeños, donde se hacina la gente y donde salir a jugar a la plaza es el único refugio.
ResponderEliminarPero he de decirte que en un confinamiento no sabría como solucionarlo.
Estuvimos dos meses encerrados, todos, y eso agravó conductas e hizo que nacieran otras.
Insisto, no se como se hubiera podido solucionar.
Si se que hay que solucionar, y no con palabras, lo que ahora está pasando, pero me temo, porque siempre ha sido igual, que como los cargos son a dedo, no habrá Conseller de Visa oro, que admita que el error de no saber como hacerlo es suyo.
Salut