Tuve que ir a Barcelona y, como siempre, fui en transporte público. Entrar en la gran urbe con el coche es un pequeño infierno. Aunque este es un infierno evitable, cosa muy de agradecer y más aún tratándose de un infierno: por norma general, los infiernos son obligatorios. Por razón del lugar al que debía acudir, elegí los Ferrocarriles de la Generalitat. Hice una excepción, ya que suelo optar por la Renfe desde hace algunos años. Huelga contar el motivo.
La hora en que subí al tren suele ser bastante buena. No hay mucha gente y uno incluso puede ir sentado. Pero este día no fue así: los vagones iban abarrotados. Abarrotados de gente con cachivaches amarillos de plástico, de tela, de papel. Y banderas estrelladas. Uno llevaba su Iphone protegido con una funda amarilla y su pecho con merchandising indepe variado: lazos, chapas con eslóganes y adhesivos con frases muy ingeniosas. No debe ser él quien lava las camisetas en su casa, ya que, de serlo, sabría lo que significa pegarle un adhesivo a una tela de algodón de color oscuro. Es probable, a juzgar por su aspecto, que la ropa se la lave una de esas colonizadoras extranjeras que invaden su patria.
En el tren reina una algarabía feliz, exultante. Gritan y se saludan los unos a los otros en cuanto se reconocen gracias a su indumentaria nacionalista, hay algo de uniforme, de uniforme caro. Entro, me situo en donde puedo y varios ojos me investigan. Al no encontrarme signos de identidad identitaria, me ignoran. Bravo, me digo. Saco un libro de la mochila y me pongo a leer. Los ojos vuelven a escrutar. Ahora investigan la portada del libro, que yo levanto para mostrarla y facilitarles el trabajoso trabajo de discernir si soy uno de los suyos o uno de los otros. El autor del libro, un novelista y poeta rumano, les deja casi indiferentes. Digo "casi" porqué la portada contiene una molestia para su hipersensibilidad. Lo estoy leyendo en traducción española. Sin embargo, nadie me reprocha nada. Deben pensar que es un incordio tener que tolerar a tipos como yo. Deben pensar que soy un tibio o un desafecto, pero por suerte mía no preguntan.
Sin embargo, no leo: solo lo simulo. Escucho sus conversaciones. No hay que aguzar demasiado el oído, porque ellos, en su exhibición de hegemonía de macho nacional, hablan muy alto. Se saben machos dominantes. Sus mujeres son más discretas. Que se enteren todos, parecen decir ellos, y ellas murmuran, más discretas, más inteligentes. La mayoría son miembros de los CDRs de la comarca, de pueblos distintos. Se felicitan los unos a los otros, intercambian cromos. El que me llama la atención es un adhesivo en donde se lee: "Regne de Catalunya. 1137-1715". Me parece fabuloso. A ellos también, porqué se lo pasan y lo admiran, lo tratan con respeto y con veneración, como una joya carísima Yo pensando que eran republicanos ¡y resulta que sienten nostalgia de un reino que jamás existió!. Uno siempre siente nostalgia de lo que no fue, ya lo se, pero me sorprende confirmarlo una tarde cualquiera, en un tren de cercanías.
Vociferan. Se exaltan conforme el convoy se acerca a la ciudad, en donde están convocados, otra vez, para manifestarse siguiendo a sus líderes, unos líderes que son, a la vez, políticos que ostentan el poder pero convocan manifestaciones contra el poder. Uno de ellos saca el último modelo del Samsung (casi mil euros) y muestra unas fotos a quien quiera verlas. Son fotos tomadas en otra manifestación, otro día. En aquella pintaron de colorines a la policía autonómica mientras estos les zurraban. Se ríen mirando el estado lamentable de esos policías teñidos de colores. ¿Quién lavó esas prendas? ¿Sus mujeres? En esas fotos hay algo de un Jackson Pollock ebrio o mal interpretado. El del móbil de 1000 euros espeta, con voz de barítono amateur:
-Lu de l'altre dia va ser l'aperitiu. Avui farem revolució. (Lo del otro día fué el aperitivo. Hoy haremos revolución).
Me anoto mentalmente la expresión: ha dicho "hacer revolución", en lugar de "hacer la revolución". El matiz es importante y no hace falta explicarlo. En este caso, "revolución" se parece poco a la bolchevique, su revolución es más una actividad de ocio, como el rafting o el barranquismo. O la hípica. Las actividades extraescolares de los niños (de los niños que se las pueden pagar). La revolución queda muy lejos.
Muchos le jalean. Circula una petaca con algún tipo de alcohol. Los hombres le pegan un trago, las mujeres no. Otra vez se quedan aparte. Quizás el licor de la petaca sea el mítico Jagermeister, el aguardiente que le daban a las tropas de la Wehrmacht antes de entrar en combate en el frente del este. Me pregunto qué revolución está dispuesto a hacer un chaval de 25 con un móvil de 1000 euros. ¿Papá le subvencionará la revolución?. Hago un examen rápido (y discreto) del sujeto revolucionario. Sus zapatillas son Nike. Su mochila (a saber qué demonios contiene) es NorthFace, ni un solo rastro de Decathlon ni de Zara. En su casa, me digo, no debe haber un solo mueble de Ikea. La criada peruana quita el polvo a muebles de gama alta. El televisor en donde mira los discursos del Presidente Torra, de muchas pulgadas y marca Loewe.
No solo han pervertido la democracia: también la revolución. Aunque eso no es difícil: he visto, desde siempre, a muchos niños ricos con la efigie del Che Guevara en algún lugar de su indumentaria.
Unas horas más tarde, terminada mi tarea en la capital de la provincia, vuelvo a subirme al tren, de regreso a casa.
Hay poca gente, todos tranquilos y muchos ojerosos, cansados, adormilados. El tren parece otro, como si hubiese cambiado de dimensión: el tren que regresa es un tren de pobres fatigados. El cansancio es la divisa que exhiben. Más de uno aprovecha para echar una cabezadita camino de su pisito en las provincias, en donde el alquiler es más barato que en la Gran Urbe. Hay muchos extranjeros: latinos y moros, la mayoría. ¿Deben ser considerados colonos? Tras la jornada laboral, la gente vuelve fatigada para su casa. ¡Pobres gentes! me digo, ¡triste destino el de la gente trabajadora! Ignoran que hay un puñado de niños bien haciendo la revolución. El tren del regreso es un tren cargado de miseria y de realidad. Los revolucionarios deben de haberse quedado en la ciudad para festejar, aprovechando la coyuntura. La mitad que regresa va camino de sus tristes hogares y vuelve al tedio, a la nada de su vida pobre, para dormir un rato.
Mañana hay que estar puntual en el tajo.
La hora en que subí al tren suele ser bastante buena. No hay mucha gente y uno incluso puede ir sentado. Pero este día no fue así: los vagones iban abarrotados. Abarrotados de gente con cachivaches amarillos de plástico, de tela, de papel. Y banderas estrelladas. Uno llevaba su Iphone protegido con una funda amarilla y su pecho con merchandising indepe variado: lazos, chapas con eslóganes y adhesivos con frases muy ingeniosas. No debe ser él quien lava las camisetas en su casa, ya que, de serlo, sabría lo que significa pegarle un adhesivo a una tela de algodón de color oscuro. Es probable, a juzgar por su aspecto, que la ropa se la lave una de esas colonizadoras extranjeras que invaden su patria.
En el tren reina una algarabía feliz, exultante. Gritan y se saludan los unos a los otros en cuanto se reconocen gracias a su indumentaria nacionalista, hay algo de uniforme, de uniforme caro. Entro, me situo en donde puedo y varios ojos me investigan. Al no encontrarme signos de identidad identitaria, me ignoran. Bravo, me digo. Saco un libro de la mochila y me pongo a leer. Los ojos vuelven a escrutar. Ahora investigan la portada del libro, que yo levanto para mostrarla y facilitarles el trabajoso trabajo de discernir si soy uno de los suyos o uno de los otros. El autor del libro, un novelista y poeta rumano, les deja casi indiferentes. Digo "casi" porqué la portada contiene una molestia para su hipersensibilidad. Lo estoy leyendo en traducción española. Sin embargo, nadie me reprocha nada. Deben pensar que es un incordio tener que tolerar a tipos como yo. Deben pensar que soy un tibio o un desafecto, pero por suerte mía no preguntan.
Sin embargo, no leo: solo lo simulo. Escucho sus conversaciones. No hay que aguzar demasiado el oído, porque ellos, en su exhibición de hegemonía de macho nacional, hablan muy alto. Se saben machos dominantes. Sus mujeres son más discretas. Que se enteren todos, parecen decir ellos, y ellas murmuran, más discretas, más inteligentes. La mayoría son miembros de los CDRs de la comarca, de pueblos distintos. Se felicitan los unos a los otros, intercambian cromos. El que me llama la atención es un adhesivo en donde se lee: "Regne de Catalunya. 1137-1715". Me parece fabuloso. A ellos también, porqué se lo pasan y lo admiran, lo tratan con respeto y con veneración, como una joya carísima Yo pensando que eran republicanos ¡y resulta que sienten nostalgia de un reino que jamás existió!. Uno siempre siente nostalgia de lo que no fue, ya lo se, pero me sorprende confirmarlo una tarde cualquiera, en un tren de cercanías.
Vociferan. Se exaltan conforme el convoy se acerca a la ciudad, en donde están convocados, otra vez, para manifestarse siguiendo a sus líderes, unos líderes que son, a la vez, políticos que ostentan el poder pero convocan manifestaciones contra el poder. Uno de ellos saca el último modelo del Samsung (casi mil euros) y muestra unas fotos a quien quiera verlas. Son fotos tomadas en otra manifestación, otro día. En aquella pintaron de colorines a la policía autonómica mientras estos les zurraban. Se ríen mirando el estado lamentable de esos policías teñidos de colores. ¿Quién lavó esas prendas? ¿Sus mujeres? En esas fotos hay algo de un Jackson Pollock ebrio o mal interpretado. El del móbil de 1000 euros espeta, con voz de barítono amateur:
-Lu de l'altre dia va ser l'aperitiu. Avui farem revolució. (Lo del otro día fué el aperitivo. Hoy haremos revolución).
Me anoto mentalmente la expresión: ha dicho "hacer revolución", en lugar de "hacer la revolución". El matiz es importante y no hace falta explicarlo. En este caso, "revolución" se parece poco a la bolchevique, su revolución es más una actividad de ocio, como el rafting o el barranquismo. O la hípica. Las actividades extraescolares de los niños (de los niños que se las pueden pagar). La revolución queda muy lejos.
Muchos le jalean. Circula una petaca con algún tipo de alcohol. Los hombres le pegan un trago, las mujeres no. Otra vez se quedan aparte. Quizás el licor de la petaca sea el mítico Jagermeister, el aguardiente que le daban a las tropas de la Wehrmacht antes de entrar en combate en el frente del este. Me pregunto qué revolución está dispuesto a hacer un chaval de 25 con un móvil de 1000 euros. ¿Papá le subvencionará la revolución?. Hago un examen rápido (y discreto) del sujeto revolucionario. Sus zapatillas son Nike. Su mochila (a saber qué demonios contiene) es NorthFace, ni un solo rastro de Decathlon ni de Zara. En su casa, me digo, no debe haber un solo mueble de Ikea. La criada peruana quita el polvo a muebles de gama alta. El televisor en donde mira los discursos del Presidente Torra, de muchas pulgadas y marca Loewe.
No solo han pervertido la democracia: también la revolución. Aunque eso no es difícil: he visto, desde siempre, a muchos niños ricos con la efigie del Che Guevara en algún lugar de su indumentaria.
Unas horas más tarde, terminada mi tarea en la capital de la provincia, vuelvo a subirme al tren, de regreso a casa.
Hay poca gente, todos tranquilos y muchos ojerosos, cansados, adormilados. El tren parece otro, como si hubiese cambiado de dimensión: el tren que regresa es un tren de pobres fatigados. El cansancio es la divisa que exhiben. Más de uno aprovecha para echar una cabezadita camino de su pisito en las provincias, en donde el alquiler es más barato que en la Gran Urbe. Hay muchos extranjeros: latinos y moros, la mayoría. ¿Deben ser considerados colonos? Tras la jornada laboral, la gente vuelve fatigada para su casa. ¡Pobres gentes! me digo, ¡triste destino el de la gente trabajadora! Ignoran que hay un puñado de niños bien haciendo la revolución. El tren del regreso es un tren cargado de miseria y de realidad. Los revolucionarios deben de haberse quedado en la ciudad para festejar, aprovechando la coyuntura. La mitad que regresa va camino de sus tristes hogares y vuelve al tedio, a la nada de su vida pobre, para dormir un rato.
Mañana hay que estar puntual en el tajo.
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