Hoy se debate sobre la esencia de España, sobre lo que es patriótico y lo que no lo es. Yo no entiendo mucho de eso y la patria no creo que pueda definirla, más allá de retóricas y líricas. A veces la patria es un instante perdido, un recuerdo vago, un lugar por el que pasé. Algunas de mis patrias fueron un instituto de barrio obrero, una carretera de noche en Extremadura, un bar abierto en una madrugada gélida, un bocadillo de queso tras horas de hambre.
También recuerdo un paisaje de cerezos en flor, un cementerio cubierto de escarcha en un pueblecito del Maestrazgo, la silla de aluminio oxidada en la terraza de un bar abandonado frente al mar. Me doy cuenta: mis patrias son efímeras, fugaces, pequeñitas. Sin banderas. A veces el viento agita una sábanas tendidas, eso es lo más parecido a una bandera. A veces una lágrima resbalando por una mejilla es un país entero, el lugar donde quedarse a vivir.
Hoy me narraron una historia sobre una de las Españas invisibles. Un piso de acogida de mujeres víctimas de violencia machista. Algunas de ellas no disponen de papeles y quizás jamás podrán salir de allí, encerradas con sus hijas en ese refugio apátrida que es su país de veras, el único lugar seguro y tangible. Me pregunto qué otra patria tienen esas mujeres y sus hijos e hijas, sin comprender el idioma, en un país que incluso se manifiesta por las calles contra sus derechos, jaleando insultos contra los extranjeros solo por no haber nacido aquí, en un rincón distinto a este.
De estas Españas pequeñas e invisibles no se habla. Y si acaso se habla, salen a relucir los costes de ese servicio de acogida, que son una milésima parte de lo que vale un tanque para Zelensky, una embajada catalana en Copenhagen, un aeropuerto en Castellón o en Lleida, tres asesores parlamentarios, dos eurodiputados, un quilómetro de la autovía C25.
Hay pequeñas patrias invisibles y silenciosas en donde se cuecen tragedias infinitas, día tras día, noche tras noche, miles de horas bajo la Luna plateada y el dolor amargo. Hay pisos discretos y anónimos en donde viven esas mujeres, encerradas con su tragedia sin fin, con temor perenne por si el maltratador consigue dar con su paradero, cual lobo olfateando el miedo entre los árboles, entre la niebla blanca. Esas mujeres hoy no verán el debate de investidura, en donde tanto se habla de las esencias españolas, de los derechos catalanes, de los privilegios históricos heredados de Guifré el Pil·lós.
Hay pisos en donde se apaga la luz a las diez de la noche para poder mirar el horror a los ojos entre las sombras y ahorrar unos euros a la factura. Y entonces nadie ve, nadie oye, nadie escucha. Hay una España que se desvanece cada noche sin banderas ni himnos y con la que los gobiernos no negocian, ni sale en las noticias ni en las tertulias ni en el Hormiguero, ni tiene sede en Waterloo. Hay muchas Españas sin banderas en los balcones y que no salen a quemar contenedores, y a veces ya ni se acuerdan de que existen mapas de países, esa geografía de las fronteras y de la pobreza. Solo recuerdan camas de acogida, esa provisionalidad que se arrastra por el suelo en busca de la luz.
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