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EL señor Ballart, el alcalde animalista


Mientras me paseaba por el sur de Francia (Altos Pirineos) me encontré con el aviso que pueden observar en la fotografía. Por extraño que resulte, no solo se respeta la norma anunciada si no que nadie ha pintado insultos ni amenazas en la señal. Todo el mundo parece entender que hay lugares en donde no está permitida la entrada a los perros. Es muy sencillo y es por el bien de todos, incluso el de los animales.

Hago un breve excurso: en muchas carreteras francesas está prohibida la circulación en bicicleta, y cuando uno se para a pensar se da cuenta de que la prohibición está protegiendo, justamente, a los ciclistas: se trata de carreteras con mucho tráfico y en donde se permite la circulación rápida, con el consiguiente peligro para la bicicleta.

Pero volvamos a lo de los animales. Eso funciona así en Francia, país al que nadie puede acusar de no ser democrático o de menoscabar derechos: por poca historia que uno haya leído, sabrá que no se puede decir eso de Francia.

Voy a añadir algo, para prevenir posibles comentarios ad hominem: crecí rodeado de gatos, siento un gran respeto por todos los animales (ya sean insectos, arañas o mamíferos) y creo que deben llevar vidas dignas. Pero no debemos confundir a los animales con las personas, del mismo modo que no confundimos a las plantas o a los minerales. Todo es respetable y, por consiguiente, todo debe estar regulado por el bien de todos. ¿Acaso no hay normas de conducta social y a las personas no se nos prohíben determinadas acciones, accesos y conductas?

El animalismo ha dado buenas aportaciones a la ética, pero quizás también se haya amparado en esa defensa de la libertad individual tan en boga en nuestros días: no solo Ayuso emplea la libertad a su modo, con fines espurios y propósitos populistas. Muchos alcaldes se han propuesto mostrarse animalistas con el único fin de ganarse adeptos y votantes entre las personas que tienen mascota, que son muchas.

¿Qué es un alcalde animalista? Bueno, tengo la desdicha de vivir en una ciudad cuyo alcalde prometió una gestión verde-lila o ecologista-feminista, y me quedé a la espera, expectante, de ver por donde iban las políticas reales de esa ideología. Valga el inciso: situar en un mismo plano al animalismo con el feminismo me parece una curiosa metedura de pata, por lo menos en lo conceptual o incluso en lo estético. Hasta el momento, sin embargo, pasada la mitad de la legislatura, solo he visto gestos más o menos destinados a la propaganda, al selfie consistorial y a la galería. Las políticas (es decir, los presupuestos) siguen ausentes. También cabría preguntarse: ¿el feminismo, el ecologismo y el animalismo son competencias de un alcalde de comarcas? ¿No sería más apropiado reconocer que las competencias y las prioridades de un ayuntamiento son otras, y que esos principios son sencillamente nacionales? ¿Qué sentido tendría que un alcalde se propusiera recuperar la pena de muerte en su municipio, cuando la Constitución no la contempla? Y por el contrario: ¿qué sentido tiene promover el feminismo en tu pueblo cuando el gobierno de la nación le está destinando millonadas, campañas, políticas reales, normativas y leyes? ¿Acaso el alcalde cree vivir en un mundo alternativo y propio?

Quizás el alcalde animalista solo pretende eso, la foto. Tan efímera como inane. Y por eso el alcalde pintó huellas de gato en las calzadas, para demostrar así su exquisita sensibilidad animalista. me pregunto qué impacto tendrán esas huellas de color amarillo, qué incidencia real en las vidas de los gatos. ¿Nos mostrará estadísticas de disminución de atropellos de felinos al fin de su triste legislatura? ¿Rendirá cuentas de su ecofeminismo y de su animalismo cuando llegue la hora de la rendición?

Quizás sea una anécdota sin más valor que el propio y exiguo de las anécdotas: hace un tiempo, una conocida a quien conté que dedicaba unas horas semanales al voluntariado social, me llevó a un aparte y me soltó esa reflexión: he pensado en eso del voluntariado que haces, y he pensado que yo también debería hacer algo por la sociedad, de modo que me ofreceré como voluntaria en el centro de atención a animales domésticos. Me quedé algo perplejo, así que la felicité en voz alta y me guardé la opinión para mis adentros. Su decisión no solo era legítima: era loable. Lo que no supe expresar fue mi sorpresa ante la equiparación inconsciente entre lo social y lo animal: a no ser que uno parta de que las mascotas tienen los mismos derechos que las personas o de que, en definitiva, las mascotas y las personas seamos lo mismo.

Salvando la anécdota: mi pregunta sigue siendo la misma. ¿En qué consiste el animalismo de un alcalde? ¿Consiste en pintar cuatro huellas amarillas?  Estamos hablando de una ciudad (la tercera en Cataluña en número de habitantes) muy seriamente golpeada por la pandemia, y con muy graves situaciones de pobreza, exclusión, paro y precariedad. Ya lo ven: cuando aún estamos inmersos en el descalabro, al alcalde se le ocurre pintar pasos para gatos en las calzadas mientras todavía no ha planteado ninguna medida para las personas. Quienes lamentamos el populismo irredento de Ayuso debemos reconocerle, a Isabel, que no haya caído en el animalismo zafio de Ballart. Por el momento.

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